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Patricio Manns
ACTAS
DE MARUSIA
Patricio Manns
ACTAS
DE
MARUSIA
1993
COLECCIÓN BIBLIOTECA PARA TODOS
Portada: Francisco J . Carroza
© Patricio Manns
© De esta edición: Editorial Pluma y Pincel
Compañía 2691, Santiago, Chile
Fonofáx: 56-2-681 57 94
Inscripción N° 87.154
IMPRESO EN CHILE / PRJNTED IN CHILE
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y
Para Alejandra Lastra sin
el menor temor, pues sólo un
hombre persuadido de la rectitud
de su acción, no teme las consecuencias
de su acción.
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-
Introducción
Es este mi libro más controvertido.
Se trata aqui de una crónica novelada, y no de una
verdadera novela, al menos, en el sentido en que las concibo hoy
en día.
Poco tiempo después de publicar mi trabajo acerca de las
masacres cometidas por las Fuerzas Armadas de Chile -incluido
el Cuerpo de Carabineros- contra los trabajadores, el
campesinado y los estudiantes, a lo largo de más de un sig!o,(*)
me topé en Iquique -era el verano de 1973- con el geógrafo
Freddy Taberna Gallegos, a la sazón miembro de la Comisión de
Límites Chileno-Argentina. Preguntó sin ambages por qué no
había reseñado la masacre de "Marusia" en la obra aludida
Repuse que no tenía conocimiento de la masacre de "Marusia".
Me dijo;
-Es un hito muy importante: por primera vez los
trabajadores oponen la fuerza a los masacradores y se defienden
con las armas en la mano.
Poquísimos, en Chile y en el exterior, conocían este
episodio, probablemente el más sangriento y cruel de las luchas
sociales de nuestro país. La prueba es que no se encuentran
menciones anteriores a este libro, ni en textos especializados, ni
en la prensa de la época, ni en folletos, panfletos, poemas o
canciones. La única referencia que recuerdo está comprendida
en uno de los films documentales de Heynowsky y Heinemann
consagrados a Chile después del golpe militar de 1973. Ese film
es posterior a este libro, pero este libro no fue conocido por los
cineastas ni siquiera a través de una copia del original. Quien
cita allí la masacre de "Marusia" es un obrero entrevistado por
los reatizadores alemanes en el Norte Grande, Lo hace en una
frase breve, aunque absolutamente trascendida de emoción y de
fuego, lo que revela que se trataba de un sobreviviente que
presenció los hechos.
Trabajando sobre las huellas de "Marusia" me entrevisté
poco más adelante con un ingeniero iquiqueño cuyo nombre debo
-todavía- guardar en reserva. Este me llevó a conocer las ruinas
de la Oficina Salitrera "Marusia". Soy, por lo tanto, uno de los
escasos investigadores que sabe exactamente donde se
encuentran. También aquel ingeniero me mostró algunas viejas
fotografías de su propiedad. En color sepia, Figuraban en ellas
con indecible dureza e indesmentible veracidad, escenas del
fusilamiento colectivo que cerró el episodio. Están descritas más
adelante en una página especial de la narración. Este mismo
fulgurante ciudadano me contactó en seguida -febrero de 1973-
con el cuidador de la Oficina-Museo "Santa Laura", situada en
las alturas que dominan el puerto de Iquique. Era un viejo
peruano, muy lúcido, también sobreviviente de la matanza de
"Marusia". Registré su relato en una grabadora pero extravié la
banda durante mi pasaje a la clandestinidad después del golpe
del II de septiembre.
En La Habana, Cuba, redacté todo lo que recordaba, que
no era poco. Así, estimo que más de la mitad de este libro es una
crónica de hechos verdaderos, y el resto, reconstrucción
novelada, en particular los diálogos, y ciertos pasajes como las
conversaciones entre Selva Saavedra y Gregorio Chasqui, el
episodio del "Medio Juan", la escena en que Sebastián Colivoro
busca refugio en casa de Gregorio, la muerte del "míster" en una
calzadilla de "Marusia", la conjura de los pilones, la llegada de
los fruteros de ta Quebrada de Pica, y otros todavía. En el libro
no figuran los errores históricos que se me han imputado, en
particular, el discurso de Recabarren en la pisadera de un tren
cauchero -alta secuencia de la versión cinematográfica de esta
novela-. En efecto, Recabarren había muerto casi un año antes
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de los sucesos, lo mismo que Lenin. Consigno el nombre de
Lenin porque está al centro de los debates políticos contenidos
en algunas de las páginas que siguen.
Durante el año 1971 dirigí Radio "Coya", en la Oficina
salitrera "María Elena". Esta Oficina se encuentra al interior de
Antofagasta, en pleno Desierto de Tarapacá, próxima al Campo
de Concentración de Chacabuco, habilitado después por la
dictadura de Augusto Pinochet. Es así que no me resultan
extraños ni el modo de hablar ni la vida cotidiana en una Oficina
Salitrera. La reconstitución novelesca opera de este modo a
expensas de la realidad. Los nombres de los protagonistas son
comunes en toda la Pampa, en particular, el de mi personaje
central, que encarnara el gran Gian María Volonté. El de Selva
Saavedra me lo traje de Temuco en una de las numerosas
escarcelas de la memoria. Corresponde a una mujer de carne y
hueso a quien me unió una amistad entrañable. Presumo que
todavía vive. En fin, lo espero. Hay todavía algo más: en nü
juventud dirigí un piquete de dinamiteros en las faenas de
prospección de arcilla, como trabajador de la Fábrica de
Ladrilles Refractarios "Lota-Green", de Lota. No me fue difícil
reinventar ciertos métodos utilizados en "Marusia" por sus
trabajadores para enfrentar los numerosos contingentes de las
Fuerzas Armadas que subieron a matarlos.
Freddy Taberna Gallegos, mi primer informante, amigo
ejemplar, está muerto. Habían tomado como rehenes a su mujer
y a sus hijos inmediatamente después del golpe, pues Freddy
había pasado a la clandestinidad. Con la garantía personal del
Jefe de la Plaza de respetar su vida, se entregó. Fue fusilado en
octubre de 1973 en un Regimiento de Iquique. Este libro es una
forma como otra cualquiera de rendir homenaje a los miles de
compañeros alevosamente asesinados desde aquel septiembre
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aciago, por las balas y las torturas de la jauría pinochetista, tal
vez porque, como dice Gregorio Chasqui, "una idea sin armas es
más débil que un arma sin ideas".
Patricio Manns
Trez-Vella, abril de 1993.
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(*) "LAS GRANDES MASACRES", Colección "Nosotros los
chilenos", Editorial
"Quimantú", Santiago de Chile, 1972. Primera edición: 50.000
ejemplares.
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En suma no poseo para expresar
mi vida sino mi muerte.
César Vallejo.
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El gringo muerto apareció en una calzadilla de Marusia
temprano por la mañana. Cubría su cuerpo la ropa de trabajo y a
su lado yacía una fusta. La fusta de trabajo. El cucalón estaba
sumido en el polvo y tenía las botas medio blancas de tierra.
Los hombres de Marusia pasaron por el borde del cuerpo
sin mirarlo y las sombras de los hombres reptaron por encima del
cuerpo. Una sombra cada vez. Ninguna sombra se paró a mirar
tampoco.
La mujer que iba a los pilones por agua apartó los ojos con
decoro y anunció mascullando:
-Ya está otra vez borracho un míster en la calle.
Y siguió de largo porque en los pilones del agua había una
larga hilera de mujeres y el agua salta en chorros delgaditos. El
agua es temerosa cuando arriesga su vida en el desierto. Al rato
volvieron las mujeres y el míster continuaba todavía con la boca
sumergida en el polvo. Por eso se miraron extrañadas y
asustadas y desaparecieron prestamente en las viviendas
estrellando las puertas, tal vez para impedir que la visión del
míster tumbado en la calzadilla las siguiera. Ese día el sol mostró
su ojo con neblina. Había en el aire algo así como una mortaja
que goteó durante toda la noche camanchaca fría.
*****
Para ser exactos, aquello no empezó allí mismo. El gringo
era apenas una parte de todo el asunto. Por ejemplo* si alguno
quería toparse realmente con la raíz de las cosas, a lo mejor
veía con cierta claridad que desde los sucesos de la Oficina "San
Gregorio", acontecimiento viejo de cuatro años, el aire de
adentro de los hombres estaba caldeado. Sabemos ya que hay
hombres de mala memoria, pero otros son terriblemente
recordadores. A veces, la gente empaca recuerdos con la
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intención de hacerse sufrir, pero no pocos los almacenan en
cierta parte del cráneo o del corazón, o quizás de un baúl que
tienen en algún sitio, esperando con trémula gana que alguien
más empiece a recordar lo mismo con dolor o con furia, igual
que ellos. Podríamos decir que un recuerdo los amarra, o que se
lo reparten para mantenerse juntos a la altura de la memoria. Es
así que cuando esta clase de recordadores muere de recordar,
sin haber escanciado el frasco de su veneno, se ha dado el caso
de que algunos hijos, o quizás otros descendientes más lejanos,
hereden ese tesoro putrefacto y rencoroso para llegar a ponerlo
un día en acción. Porque el recuerdo en sí es ya una acción,
como es una inacción el olvido. También sabemos que una de las
secuelas de la memoria es la venganza: una venganza en acción
es señal de memoria erecta. Aunque de todos modos los
hombres tienen mejor memoria que los pueblos. La memoria es
una hazaña individual, el olvido es una epopeya colectiva.
Aquello de "San Gregorio" estaba muy próximo. Allí
murió gente cuatro años antes, y murió de una manera terrible.
Hijos, padres, hermanos, cunados, tíos de los hombres de
M a rusia, fueron despedazados a cañonazos, y los gringos,
dueños de las salitreras, y las autoridades chilenas de Iquique, al
servicio de los gringos, tuvieron que invertir dinero, se dijo, en
más de mil ataúdes. O quizás sólo en cavar un agujero lo
suficientemente grande como para contener mil muertos. Pero
eso no lo han reconocido nunca: forma parte de la llamada
contabilidad secreta de las empresas de la Pampa.
Después del carnaval militar de San Gregorio, las
autoridades, por encargo de los gringos, dijeron que estaban
suspendidas indefinidamente las huelgas, para evitar accidentes
de esta clase a los trabajadores. En cada una de las huelgas hay
accidentados a montones, pero tan lejos estaban -y están- los
Cantones Salitreros entre sí, que la gente apenas se enteraba. Y
como al amparo de esta prohibición las condiciones de trabajo
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empeoraban, se produjeron protestas múltiples y otro tipo de
reclamos más bien moderados, lo cual servía de maravillas a los
capataces gringos -como aquel muerto que apareció un día en
una calzadilta de Marusia- extremaran sus rigores contra los
silenciosos caucheros de tan lejos venidos. Al propagar la
novedad de tamaña muerte, más de alguien recordó para sí que
fue ese mismo mister el que la semana anterior empujó a Estéril
dentro de un cachucho hirviendo, porque Estéril le dijo:
-Pues págame más, señor gringo, si quieres que empuje tu
carro tan ligeríto.
Era un míster flaco y largo, de cara colorada y respetable
nariz. El sargento de Carabineros se rascó la cabeza hasta
sacarse trozos de pellejo y escupió un gusto amargo que tenía en
la boca. Después ordenó al cabo que procediera. El cabo se
agachó con mucho respeto y tomó cariñosamente ai gringo
muerto por debajo de los sobacos, tratando de arrastrarlo hasta
una lona. Fue así que la cabeza del gringo quedó del otro lado, y
una masa de sangre seca, del tamaño de una cápsula de
algarrobilla, le chocó con la oreja.
Entonces dijo el sargento:
-Oiga, mi cabo, a este míster parece que se lo cargaron.
-Parece. Casi juraría que le deshicieron el zapallo de un
mandoble.
El sargento disparó un eructo abotonado y uniformado,
mirando toda la calle de través, pero no había un alma a la
vista, y -pensó, porque a veces los uniformados piensan-, las
puertas estaban más apretadas que culo de condenado a muerte.
-Habrá que buscar huellas- dijo el cabo profesionalmcnte,
tras acostar el cadáver del gringo en la loneta-, ya que la
cuestión es saber si lo mataron por aquí o lo vinieron a botar.
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-Usted, mí cabo, es un hueveta con patente. Lo único que
hay en las calles de Marusía son huellas. ¿Para qué vamos a
buscarlas nosotros si están todas allí, a vista y paciencia del
populacho?
El cabo ceceó;
-Todos los asesinos dejan huellas, mi sargento.
-Huellas más, huellas menos, a este asesino lo nombrará
la Administración, ¿me comprende? No hay para qué
masturbarse los sesos buscando.
-Okay- dijo el cabo.
-Nosotros lo fusilaremos no más, ¿me comprende?
Acto seguido les habló a los otros Carabineros para que se
llevaran al gringo muerto y lo pusieran a la vista de la
administración, con el parte policial pegado a la solapa, que él
mismo redactó trabajosamente, firmando abajo con su pulgar
derecho.
*****
No hacía todavía tres semanas que en el Casino de los
Técnicos de Marusia el gringo había adelantado a su mujer:
-Me huelo que este año vamos a tener otra huelga. Ya
andan de nuevo varios cabrones agitando a los estúpidos picasaL
-Después de lo de "San Gregorio"- opinó la dama- no veo
francamente cómo pueden quedarles ganas de parar el trabajo.
•Se ríen de los fusiles- dijo el gringo chupando su
cachimba, -y se ríen de los cañones. Nunca he visto gente tan
condenada como ésta.
-Y tú, Herbert, ¿qué vas a hacer?
-Comprar balas* dijo el gringo, chorreando humo y sudor,
o tal vez whisky y humo.
El mozo que les estaba llenando las copas lentamente, y
parecía imbécil, contó esta conversación esa misma noche, en
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uno de los ranchos-restaurantes, inmundas pocilgas donde los
trabajadores pasaban animosamente a dialogar su vino.
*****
Como a la una de la tarde empezó a llover hacia la
precordillera y algunas gotas sueltas cayeron sobre los pardos
terrones de Marusía. No paró el agua hasta pasadas las siete,
igual que en 1911,
En la Administración estuvieron los jefes contemplando el
cadáver del gringo, y uno exclamó feamente, golpeando su
cachimba contra las nalgas:
-Al señor ingeniero lo mataron los que están organizando el
paro.
-¿Cómo así?
-Hoy no ha fallado ninguno al trabajo.
-Hace tres meses que ellos presentaron un pliego de
peticiones- observó otro, con acento conciliador-, y todavía no
hemos previsto una mínima forma de arreglo-. Se quedó callado
un instante oteando al resto. -¿No será demasiado tres meses de
silencio?- preguntó.
Pero un tercero miró al sargento, que estaba parado junto
a la puerta con la gorra entre ios dedos, y le gritó en un estilo
muy sonoro y con chilena propiedad:
-El criminal anda suelto por ahí. ¿Qué chuchas hace usted
que no lo va a buscar?
Ante lo cual el sargento se cuadró golpeando los tacos y
salió a tranco largo gritándole a sus hombres que buscaran los
caballos. En la puerta de la Administración chocó con el médico
del Cantón de Marusia, que subía trotando ios cuatro peldaños
de madera,
•
18
El médico se paró también junto al cadáver y le miró la
herida un largo rato. Luego se la midió, la palpó, escrutó debajo
del coágulo, y le olió la boca al muerto.
-Almaceno serias dudas- dijo hipando, con voz ronca, -la
herida fue evidentemente abierta por un golpe, pero no es tan
profunda ni tan grave como para matar a un hombre. Le faltaron
dos o tres golpes como ése y así poder deducir que murió a
causa de ellos. También me parece un golpe producido por un
costalazo, una caída brutal en tierra provocada por la
borrachera. En todo caso, perdió muy poca sangre.
-¿Cuánta, doctor?
-Dos vasos wisqueros hasta el borde, a lo sumo. Además,
no murió esta mañana, sino anoche.
Los jefes se miraron:
-No puede ser- masculló uno -el señor ingeniero acudía a
su trabajo cuando fue descendido. Mírele la ropa.
-Yo que usted ni lo repetiría- dijo el galeno -apesta a
alcohol.
-¡Carajo!- protestaron los jefes-. ¿Qué clase de médico es
usted? Le puede salir salado un informe como ése.
Suspirando, retrucó el recriminado:
-Entonces no me llamen. Yo diagnóstico sobre lo que veo
y lo que huelo.
-Estaba muy lejos del Casino- señaló conciliador el jefe
concillante.
El galeno rió bajito y burlón.
-Y más lejos de su casa- observó después-. ¿Qué hacía
por allí?
*****
Mientras tanto, por debajo de las gotas de la lluvia y por
encima de los terrones blanquecinos de la costra salitrosa,
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Negaron los Carabineros hasta el laboreo, donde los hombres
reventaban molejones de caliche con los combos de veinticinco
libras. Los pedazos saltaban en el aire y el aire estaba espeso y
mojado como si sudara bocanadas calientes. De vuelta trajeron
arreando a Sebastián Colivoro, chilote de nación, a Rufino
Ayaroa, de nación boliviano, y a uno de Calama, grande y
moreno, que se llamó Juan Catelicán.
*****
Dijeron que Rufino Ayaroa se cargó al señor ingeniero.
Rufino sostuvo que no, que no había visto al ingeniero sino en
las faenas, cuando azotaba a los trabajadores con su fusta de
domador inglés. Por su parte el mismísimo administrador
intervino para agregar que Rufino le guardaba rencor al
ingeniero y que la semana pasada quería darle de golpes.
-Esa vez yo lo hubiera matado, con el perdón de los
presentes-interrumpió Rufino Ayaroa- porque empujó dentro de
un cachucho hirviendo a un peruanito que llamábamos Estéril,
porque decía que venía de una tierra estéril.
Esta declaración tomó de sorpresa a todo el mundo.
Alguien se rió contento. El Administrador cortó golpeando la
mesa;
-A confesión de pruebas relevo de partes- decretó.
Y miró fijamente al sargento. Rufino vio esa mirada,
levantó las dos manos y expresó de viva voz:
-Yo no he matado al señor ingeniero. Aquí están mis dos
manos, limpiecitas.
La verdad es que estaban sucias, como dos melones
arrugados y polvosos, como dos activos pulpos encontrados al
sol, con una tosca capa de sal y arena pegada en los surcos.
-Fusílenlo- dijo el Administrador muy excitado.
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-Tendré que ¡levarlo a Iquique, con su permiso- observó et
sargento-. La ley dura no es pareja- dijo con hondísima
convicción.
La batahola crecía por momentos.
-Pero es que esta alimaña está fuera de la ley- argüía uno,
decidido partidario de linchar a Rufino allí mismo.
Sólo un secreto guiño del sargento lo calmó.
*****
Los hombres que habían salido del primer tumo estaban
ya en los Ranchos, comiendo y bebiendo, cuando pasó Rufino
Ayaroa, de Bolivia, con las manos bolivianas amarradas a la
espalda, entre guedejas de alambre de púa. Detrás de Rufino,
bien atrás, trotaba su mujer, llorando su llanto internacional de
un sola hebra descendiendo en trenza. (A la siga de un hombre
amarrado hay una mujer que trota siempre).
Los hombres escucharon el lloriqueo de la mujer y
miraron y vieron desde lejos a Rufino entre dos caballos
montados. Marchaba sobre sus propios pies altiplánícos en
dirección de la única puerta de salida que tuvo el campamento.
Los caballos le imponían sin embargo un compás de tranco. La
mano derecha de Rufino estaba conectada por una cuerda que
se anudaba en el arción derecho de una montura. La mano
izquierda de Rufino estaba conectada por una segunda cuerda
que se anudaba en el arción izquierdo de la otra. Las cuerdas,
primero, y luego los brazos y el dolor de Rufino, se ponían
tirantes cuando los caballos se apartaban un poco.
Los hombres pidieron más vino a la mesonera del Rancho
y se aquietaron escuchando entre las moscas con la cabeza
gacha. Solamente media hora después volvió la mujer de Rufino,
gastadas ya todas las lágrimas que tenía para él, con su trote
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rápido y menudo. Otro diluvio de moscas desembocó en tos
comedores cuando el sol intervino burlando el cerco de unas
nubes extrañas. Y dos horas más tarde regresaron los
Carabineros. Venían solos, sin Rufino, y pasaron directamente
bacía los edificios de la Administración. Los hombres levantaron
la cabeza al ruido de los cascos de los caballos, pero después
continuaron como de piedra, mirando, pensando y bebiendo.
Un viejo delgado y estólido, doblado como un arco, barría
prolijamente el pasillo exterior de la puerta del administrador,
donde jefes y policías estaban reunidos. Oyó estrépito de vasos,
escuchó las conversaciones y le dieron una sed perfecta los
brindis. A las doce del día vino su mujer para traerle la colación.
La mujer pasó de allí a los Ranchos, porque tenía una cuestión
urgente que comadrear. Así fue que mucho antes de las cinco
de la tarde, todo el Campamento de la Oficina Salitrera Marusia
y sus alrededores, sabía que a Rufino Ayaroa lo mataron a siete
leguas de los muros del poblado aplicándole el arte de la tuga.
El Sindicato reunió a su directiva no bien oscureció. Un
viento helado merodeaba afuera y restos de luna se
descascaraban dulcemente sobre Los techos. Tomó la palabra su
presidente, un iquiqueño algo viejo, voluminoso y huraño.
Hasta su palabra estaba curtida. Expuso sin rodeos que la
Administración, utilizando la muerte accidental del ingeniero,
había iniciado una guerra de provocaciones con el concurso de
Carabineros. Aseguró que el inglés se había despachado por su
propia cuenta, absorbiendo durante treinta años todo el whisky
que pudo trasvasijar en la Pampa, pero que querían cargar su
muerte en la cuenta de los trabajadores. Escogieron al boliviano
Rufino Ayaroa porque pleiteó con el ingeniero la semana
anterior, Señaló luego que la Administración tenía conocimiento
del paro que se preparaba en el Cantón de Marusia, y que, en
consecuencia, tomó a la volea las clásicas medidas represivas
para tratar de frenar la huelga por el miedo, removiendo como un
22
cercano fantasma la matanza perpetrada en la Oficina Salitrera
"San Gregorio", cuatro años antes. Hasta aquí todo era normal,
advirtió con voz pastosa, pero en su modesta opinión, la
Compañía inglesa estaba llegando muy lejos al asesinar -esa era
la palabra- a un compañero injustamente acusado de muerte, sin
celebrar siquiera juicio, abrir una investigación o reunir un par
de pruebas más o menos concluyentes.
-Por lo tanto- añadió- propongo que adoptemos medidas
de urgencia para llevar estos antecedentes a la justicia y a las
autoridades chilenas de Iquique.
Se registraron breves carraspeos rotos por silencios
cautelosos y expresivos encogimientos de hombros. Todos
parecían reflexionar con las bocas sólidamente cerradas. El
recuerdo de los dientes perdidos rechinaba recordadoíamente a
causa de la presión de las mandíbulas, ocasionada a su vez por la
presión de las palabras. Al cabo de un buen momento, un
hombre se levantó en el fondo de la sala y pidió ta palabra.
-La tiene, compañero- dijo el presidente.
El hombre extrajo un pañuelo a cuadros, sonó con
estrépito su nariz y recién dijo entonces:
-Propongo que declaremos la guerra a muerte a los
gringos.
Dicho lo cual tomó asiento impasible. Todos los ojos
enfocaron al hombre, quien volvió a resoplar con la nariz dentro
del pañuelo. Incluso estornudó.
-¿Cuánto tiempo lleva usted aquí, compañero? ¿Es
boliviano, chileno, peruano, argentino?- preguntó el presidente
con voz suave y un poco fastidiada,
-Yo sólo soy sobreviviente de San Gregorio.
Aquel que dirigía el debate frunció el entrecejo.
-¿Y como sobreviviente cree todavía en las guerras a
Fuerte?
■
23
-De acuerdo a una larga experiencia, es mejor morir
matando que dejarse acribillar amarrado y por la espalda.
-No hay ninguna experiencia en eso, compañero. Usted no
ha visto nada todavía.
El hombre adelantó el rostro como tocado en lo vivo de un
vasto rencor 'que pastoreaba por algún lugar de su memoria o de
su corazón. Sopló con vigor su aire y volvió a tomar la palabra
llevando la cuenta con los dedos:
-A los catorce de mi edad vi morir a mi padre bajo las
balas en la Plaza Colón, de Antofágasta.
-Eso ni lo repita. Catorce no es edad para comprender.
-A los quince de mi edad- prosiguió el otro imperturbable-
perdí al resto de mi familia en ¡a matanza de la "Escuela Santa
María", de Iquique.
-Vamos, vamos, más seriedad. ¿Quién no? Quién de
nosotros no? No vaya a creer sobretodo que es usted el único.
-A los veintinueve de mi edad me libré lleno de agujeros
cuando cañonearon y ametrallaron la Oficina "San Gregorio". En
resumen, he visto durante todo lo que llevo de vida a la clase
obrera mendigando y a los patrones disparando por Fuerzas
Armadas interpósitas. Para ellos, esto se ha convertido en un
deporte. El Ejército es el Partido Militar de los patrones.
Ahora el viento se quiso más helado, pero en el auditorio
comenzó a levantarse la presión en mitad de un gran silencio.
Las moscas crepusculares zumbaban como bombarderos.
-Todo eso ha sido una mala experiencia- reconoció el
presidente del Sindicato, medio pensativo ahora. -Me acuerdo
muy patente de cómo fue aquello. Cada día me recuerdo bien.
-Según analizo lo que está pasando- continuó el hombre-
las cosas ya no tienen vuelta otra vez. Digamos que el reloj está
andando para atrás. La provocación llegará mucho más lejos
todavía, apuntando directamente al hueso. En el fondo, deben
encontrar un pretexto mayor que el de la muerte del ingeniero
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para hacer subir las tropas del Ejército y la Marina. Como de
costumbre- dijo.
En líneas generales, el debate tomaba ahora todos los
rasgos de la normalidad, pues esta discusión era tan antigua
como la primera Oficina Salitrera que abrió su explotación en el
Desierto de Tarapacá.
-Una muerte no es un cataclismo ni dos tampoco- opinó un
miembro de la directiva sindical mascando su tabaco.
-Aquí hay gente que hizo su Servicio Militar en el Ejército-
dijo el hombre- y como yo, miles de veces oyeron decir a los
oficiales que mientras la institución existiera, ellos seguirían
vengando la muerte del teniente Argandoña.
Un cauchero muy joven preguntó:
-¿Y quién es el teniente Argandoña?
-Fue el oficial de Ejército que los gringos y las autoridades
chilenas mandaron a "San Gregorio" para empezar la
provocación- dijo un viejo lentamente, pero sin mayor expresión
en las gastadas palabras.
-Cuando llegó, para probar puntería no más, ordenó una
descarga cerrada y mató a cien trabajadores, sus mujeres y sus
niños, que se hallaban en un mitin- recordó otro.
La historia relució de golpe en la callada memoria de la
audiencia.
-Ahí fue cuando nosotros nos paramos en la hilacha y un
compañero (Q.E.P.D.) lo tiró caballo abajo de un balazo.
-Y otro compañero (Q.E.P.D.) lo remató en el suelo con
una barreta.
-Quiso meterse de mediador el gringo Jones, capataz de la
Compañía, pero era tarde, las cosas llegaron demasiado lejos, y
tan rapidito que llegaron, les aseguro.
-Se nos vino encima la batalla campal aunque no
estábamos preparados tu armados. O sea como siempre.
-Por ahí alguien tenía un fusilsito.
25
-Otro sacó su corvo.
-El resto se defendió con las mismísimas herramientas de
trabajo, lo que es como batirse a manos peladas contra una
ametralladora.
-Al día siguiente subieron dos regimientos y remataron a
culatazos a todos los heridos que teníamos en el Hospital. Más
de trescientos. Luego repasaron al peine el Campamento entero.
-Usaron las culatas para ahorrar balas.
-Pero después dispararon sobre todo lo que se movía.
-Y como si fuera poco, llegaron también las cureñas y las
ametralladoras de la Marina y convirtieron la Oficina "San
Gregorio" en polvo, con todo lo que había adentro.
-Yo creo que de los que vivíamos allá nos escapamos nada
más que doscientos, porque a otros los tomaron prisioneros y se
los llevaron a Iquique, y ahí los torturaron y los fusilaron las
"Guardias Blancas", que son civiles para-militares que trabajan
con las Fuerzas Armadas.
Después de tamaña explosión memoriosa los hombres
parecían perplejos al darse cuenta que todos recordaban, que
nadie había olvidado nada. El presidente los contemplaba de
soslayo.
-Me están dando la razón- dijo al final, -no se puede pelear
honradamente con tanta desventaja. Yo creo duro como fierro
que en cada ocasión hay que agotar primero el diálogo.
-El monólogo- corrigió el hombre que había hablado antes
que todos, -porque siempre ha sido un monólogo de ellos, y ese
monólogo es el camino más corto que encontraron para
obligarnos a bajar la guardia cuando entramos en litigio, Con
tales métodos no nos dejan ninguna preferencia: es el tómalo o
déjalo. Y si lo dejas, además te vas, o te matamos o te
encarcelamos. ¿Comprenden? Ahora voy a ajustar más las
memorias: antes de abandonamos, Recabarren dejó escrito que
los trabajadores tienen que contar de algún modo con las armas
26
también, para lograr sus objetivos sociales y políticos. En "San
Gregorio" nosotros habríamos ganado si hubiéramos
desarrollado a tiempo la preparación de la autodefensa. Pero
ahora que todo el maldito ciclo recomienza de nuevo, puesto que
han tirado nuestro Pliego de Peticiones a la basura, estamos justo
a tiempo para cambiar de métodos.
-¡No a la aventura, compañeros!- El presidente había
golpeado la mesa con un puño extremadamente violento. -¡Yo
votaré siempre en contra de los métodos anarcos!
Comenzaba a discutirse en voz alta, como siempre. Como
siempre, todo el mundo quería opinar.
-Vea lo que son las cosas- comentó el hombre con cierto
sarcasmo agazapado en la voz: -ahora los anarcos son ellos.
-¿Ellos?
El hombre contrapreguntó sobre la marcha para impedir
mayores interrupciones:
-Dígame, ¿quién gobierna en este momento?
-Arturo Alessandri Palma, como todo el mundo sabe.
-¿Desde cuándo? i
-Bueno -el presidente acusó una vistosa vacilación -lo
acaban de poner de nuevo.
-Exacto. Y a comienzos de año también gobernaba él.
Pero el Ejército lo botó en beneficio del Coronel Carlos Ibáñez
del Campo, luego botó a Ibáñez para reponer en el poder a
Alessandri, y todo hace suponer que no durará mucho tiempo ahí
arriba, porque la guerra sucia entre estos dos caudillos
reaccionarios continúa.
-Usted predice en el aire- dijo el presidente,
-Yo predigo en la tierra- contestó el otro. -Los
explotadores se encuentran divididos y en plena anarquía, las
elecciones se fiíeron al tacho, los golpes y contragolpes militares
se suceden, y hay dos fracciones bien visibles disputándose el
poder. Bien es verdad que la reciente muerte de Recabarren, y
27
mismo la de Lenin, son una gran pérdida para los que nos
ganamos la vida con las manos, pero ellos tienen también sus
encontrones con la adversidad: divididos como están, no pueden
atacamos con mucha fuerza. Ai contrario, pienso que nunca los
hemos tenido tan a mano y tan vulnerables.
El presidente del Sindicato paseó un poco entre las sillas,
como para airear o motivar mejor sus desacuerdos,
-La lucha de clases parece tener límites- observó por fin,
con un dejo de dulzura casi pedagógica -o deberíamos ponerle un
límite, de lo contrarío nos llevará a un atolladero sin salida. El
mundo está cambiando.
-El mundo está cambiando, pero acá, nosotros nos
encontramos en plena Edad Media. Tenemos que recorrer paso
a paso un camino que muchas otras naciones ya cubrieron. Allá
ellas, acá nosotros. Y no olvide nunca que la lucha de clases es
una guerra de clases. Hay que meterse eso en el cráneo porque
es el único rasero con que nos dejarán medir las cosas en su
punto.
-¿Y dónde coloca usted las ideas? ¿Quiere negarme el
peso, la fuerza, el valor de las ideas?
-lamas. Al contrarío: léase usted al Pelado.
El presidente lo contempló de reojo, con visible inquietud,
con ojos un poco estrábicos, subvertidos por una cólera
creciente. Se creyó agarrado para el soberano hueveo, diría
después, cuando se lo preguntaron en la Fiscalía Militar. A pesar
de todo, sacó a relucir un hilo de voz:
-¿El Pelado? ¿Qué Pelado?
-El Pelado Lenin. Escribió negro sobre blanco que la forma
más alta de la lucha de clases es la guerra civil, y que llegado el
momento, los patrones, chilenos o extranjeros, como es el caso
nuestro, apoyados por el lacayaje militar, no vacilarán jamás en
desatarla. Le garantizo a usted que una idea sin armas es más
débil que un arma sin ideas. El ideario obrero desarmado no
28
podrá imponerse jamás. A lo sumo, cuando perdamos
definitivamente, sólo podremos aspirar a la compasión, y eso, si
se dignan compadecerse nuestros vencedores.
-¿Usted leyó eso? ¿En un libro? ¿En un periódico?
-Con estos ojos navegados a los cuales usted les está
haciendo el quite.
El presidente se rascó entonces la coronilla y parecía cada
vez más confundido. Tratando de encontrar una salida de
emergencia retrucó casi amenazante:
-Mire, compañero, nosotros no lo conocemos muy bien,
puede ser hasta un provocador a sueldo de la Administración.
¿De dónde saca todas esas cosas?
-Anduve embarcado tres años y conozco medio mundo.
Una vez llegué a la URSS. Por el camino fui aprendiendo lo que
muchos trabajadores no saben o no quieren saber: sólo un
ejército proletario puede arrebatar el poder al ejército de la
burguesía. No puede tratarse de voto contra fusil, ¿me
comprende? Y si no me cree, repase también a Recabarren, por
ejemplo estudie Ja Conferencia de Rengo, escrita poco antes de
su suicidio. La editó él mismo, con sus manos, después de leerla
en público.
-Óigame- dijo el presidente del Sindicato, -usted está
equivocado: ¿cómo vamos a hacer la revolución desde aquí, una
pobre y triste Oficina Salitrera perdida en el Desierto?
El hombre se sentó cruzando las piernas, suspiró cansado,
miró uno a uno los rostros que vigilaban sin reposo todos sus
movimientos.
-No se trata de hacer la revolución- dijo al fin- sino de
defendernos y obligarlos a pactar. ¿Sabe usted cuántos pampinos
trabajan en el salitre?- Y tras una pausa de efecto: -Mucho más
de cien mil, si suma sus mujeres y sus hijos mayores. ¿Y sabe
cuántos soldados hay en todo el norte? Cinco regimientos- dijo
Respondiéndose otra vez a sí mismo. -Es decir menos de diez mil
29
hombres desperdigados en dos grandes provincias. En esta parte
yace el salitre, la principal riqueza del país, y aquí se encuentran
sus puertos de exportación. Llegado el caso, podemos bloquear
estos puertos desde la Pampa, como lo hizo, al revés por cierto,
la Marina, con la ayuda inglesa, cuando en 1891 derrocaron al
presidente José Manuel Balmaceda y desataron la guerra civil,
ensangrentando el país entero. De eso hace apenas treinta y
cuatro años. Si ese plan militar resultó, el nuestro no tendría por
qué ser malo.
Una voz se alzó en otra parte de la sala. Preguntó:
-¿Y las armas? i
-¿Las nuestras? También las tiene el enemigo. Hay que ir
a buscarlas donde están.
Murmuró otra voz:
-La Pampa produce salitre nada más. Aquí no viven ni los
lagartos.
Alzando la mano, el hombre mostró hacia el techo, en
dirección del este, de la Cordillera de los Andes.
-Para abastecemos contamos con toda la franja agrícola
de la precordillera. Esa región es muy difícil para el ejército a
causa de la altura. Acuérdense de la Guerra del Pacifico: los
soldados chilenos fueron incapaces de pelear en Puno. Si no han
nacido en la altura no pueden combatir ni moverse allí
normalmente. Se apunan: el mal de las alturas los revienta.
Y aún otra voz:
-¿Qué es lo que se propone, pues? Deberíamos votar una
propuesta.
-Permiso, compañero- dijo el hombre al presidente, -
propongo que organicemos rápidamente dos comités, que
llamaríamos "Político" a uno, y "Militar", al otro. A cargo de las
mujeres debería quedar un tercer comité, de "Organización y
Administración". Y podríamos crear un cuarto comité, de
"Enlace", para contactar a los otros Cantones. Si no logramos
30
generalizar el movimiento, podemos damos por vencidos de
antemano. Todo depende de la unidad que podamos construir.
Se acantonó un desconfiado silencio en la sala. A las dos
de la mañana, el silencio es más grande, más callado, más
audible todavía en la Pampa. Como no hay pájaros, ni animales,
ni reptiles, ni árboles, ni arroyos, cuando el hombre reposa, el
viento remuele. Es un único rumor el del viento chocando contra
las puertas, las ventanas, las paredes y los techos de los pueblos
vivos y de los pueblos muertos. Contra los párpados y el sueño
cerrado a plomo por el cansancio y la desesperación de los días
tan extensamente limitados.
-Compañero, usted está loco- dijo estupefacto el residente
del Sindicato.
E! otro encogió los hombros reduciendo un poco su
estatura.
-Me llamo Gregorio Chasqui- respondió. -Si se decide
antes de que le caiga el mundo encima, grite. Pero no me vaya a
echar la culpa a mí si cuando quiera pegar el grito ya nos tengan
a todos con la boca llena de tierra.
*****
Antes de lo que suponía Gregorio Chasqui, y antes de lo
que creyera el presidente del Sindicato, algo, un suceso nada de
banal, repercutió de feo modo en el concierto de las vacilaciones.
Sucedió que penas un día después de la reunión someramente
descrita, estando la noche de bruces escarbando sobre Marusia,
Sebastián Colivoro, nacido muy al sur, en la Isla Grande de
Chiloé, penetró en uno de los Ranchos con el sediento propósito
de beber. Sebastian fue, en vida del extinto, inseparable amigo de
Rufino Ayaroa. Cuando a éste lo fugaron hacia los salitrales del
31
infierno, manifestó en repetidas ocasiones que aquella muerte lo
había dejado con sangre en el ojo.
Pues bien: esa noche, con sangre en el ojo, y tres botellas
en las venas, vio entrar al cabo de Carabineros que condujo a
Rufino hacia su invisible muerte. El cabo, como era costumbre
en el país, decidió pasar a refrescar la garganta cuando se
encontraba de guardia en las calzadilias de Marusia, y la trágica
historia de la Oficina quiso que escogiera, para saciar su
ingobernable sed, justamente el Rancho donde rumiaban callados
furores Sebastián Colivoro y su sangre en el ojo. El cabo iba
acompañado -reglamentariamente- por un Carabinero raso, pues
la ordenanza les prohibía patrullar a solas. El cabo parecía
mucho más eufórico que su subalterno, ya que éste manejaba
intenciones diferentes y miraba con uniformado apetito en
dirección de las humildes mozas del servicio.
Sebastián Colivoro vigiló largamente a la pareja policial
sin hacerse notar, y luego abandonó el loca). Como corresponde,
el cabo no pagó su consumo ni la mesonera habría querido
obrárselo, para evitar represalias. Empujó fea, despreciativa-
mente, su último vaso, concretamente limpio, echándolo a correr
sobre el mostrador, y dando una escueta orden a su subalterno,
se dirigió a la puerta. Detrás de ésta, una espesa sábana de
bruma tapaba la calzadilta. Fue lo último que vio el cabo a
través de sus ojos turbios. La rancia puñalada de Sebastián
Colivoro le abrió la garganta con una transparencia y una
eficacia artesanas y el uniformado cayó de bruces sobre las
piedras oscuras y quietas detrás de su chorro de sangre.
*****
-Estos no son métodos de la clase obrera- dijo Domingo
Soto, el presidente del Sindicato a la patrulla policial que lo sacó
de la cama faltando diez minutos para las tres de la madrugada -
32
ni tampoco ese señor es miembro de la dirección- afirmó,
refiriéndose sin duda a Sebastián Colivoro.
-No importa- replicó el sargento que lo empujaba, -ahora
tendrán que amarrarse los pantalones con alambre de púa.
En el local de la Administración había luces en todas las
oficinas. El teniente Bertoldo Gaínza, recién llegado de Iquique
en horas de la tarde, mascaba una humeante taza de café negro
matizado de aguardiente, cuando entró Domingo Soto. A su lado,
el Administrador, el Subadrninistrador y algunos directores de
sección, paseaban falsamente enfurruñados. Por ello a Soto le
pareció que todos se solazaban secretamente, con el colorido
solaz de. los vencedores, y acordándose de Gregorio Chasqui, no
pudo evitar un estremecimiento. Los hechos le estaban dando la
razón al otro: la Compañía tenia todos los ases en la manga,
confesaría más tarde que pensó en ese momento.
-Dígame Soto- preguntó el teniente Gaínza -¿dónde está
Colivoro?
-En su casa.
-¿Cómo lo sabe?
-No lo sé. Pero son las tres de la mañana y éste es un
campamento cerrado donde nadie puede esconderse de nadie. Si
no está en el laboreo cumpliendo turno de noche, estará en su
casa.
-Nadie puede esconderse de nadie- repitió el teniente,
aprobador, mirándolo de lado. -Quiere decir que si yo fusilo a
Colivoro no tendré escondite seguro para resguardarme de sus
asesinos.
-Esos no son métodos de la clase obrera- observó de
nuevo Domingo Soto -pues nuestra única arma es la lucha legal
en el marco de las instituciones democráticas.
-¿Y le parece democrático degollar a un policía de
servicio?
33
-Si usted me permite, aquí están ocurriendo hechos muy
extraños. No es democrático asesinar a un policía de servicio,
pero tampoco es democrático ni justo asesinar a un trabajador
acusándolo sin ninguna prueba de otro asesinato. Con tales
métodos las pasiones tienden a ponerse de punta y todos salimos
perdiendo. Lo difícil después es restaurar la paz.
-A mi no me interesa la paz- afirmó Gaínza con acritud,
-me interesa aclarar qué están manejando ustedes detrás de
estas muertes.
-Mas bien parecen muertes causadas por malos
entendidos.
Gaínza paseó un poco de arriba a abajo, de costado a
costado, y de repente lo encaró de nuevo. Los rostros inmóviles
lo estaban poniendo nervioso, diría también más tarde.
-Un día antes del asesinato del cabo ustedes citaron a una
reunión sindical. Yo voy a escuchar atentamente lo que me va a
contar sobre ella. Todo- dijo, de repente imperativo.
Pausa.
-Les pregunté a los compañeros su opinión sobre el
asesinato de Rufino Ayaroa.
-Ley de fuga- aclaró el teniente Gaínza. -Es un acto
perfectamente legal si un acusado se opone a la requisitoria de
aprehensión o pretende escapar cuando es conducido a la
justicia.
-Nadie lo vio fugarse- dijo Soto. -Ayaroa no podía huir en
el Desierto, entre dos policías montados y armados, y amarrado
como lo llevaban. Además, hay varios días de camino para un
hombre a pie, y ni siquiera un tamantgo donde esconderse.
-Yo represento la ley. Le garantizo que Ayaroa intentó la
fuga.
-Usted no estaba allí.
-Usted tampoco.
Nueva pausa.
34
-Ahora vuelva a su reunión y no me omita detalles.
Domingo Soto guardó un molesto silencio. Luego dijo:
-Decidimos enviar algunos compañeros a Iquique para
informar a las autoridades y a la justicia en forma directa.
-¿Qué género de informe?
-Nuestra versión de los hechos.
-Muy bien. Dado el rumbo que toman los acontecimientos,
le comunico oficialmente que están prohibidas las huelgas y las
reuniones dentro y fuera del Campamento. Nadie podrá entrar ni
salir hasta nueva orden. No se permitirán las ausencias en el
trabajo. Y -recalcó lentamente- Sebastián Colivoro será fusilado
junto a quienquiera que se encuentre con él cuando lo apresen.
Deberá salir de inmediato a la calle y entregarse.
-¡Pero eso no es posible!- susurró la voz grave,
preocupada, de Domingo Soto, el presidente del Sindicato.
Hablaba como para si mismo.
-Verá con sus propios ojos si es posible o no- remató el
teniente Bcrtoldo Gaínza, vaciando con un seco golpe de mano el
resto de su regado café.
*****
En la precisa mitad de la noche, allí donde cuajan los
presagios de Marusia y tiembla la inexistencia de los grillos, allí
donde sólo la luna habita todo el año y la nube vencida es una
ausencia más próxima de la leyenda que del recuerdo, Gregorio
Chasqui escuchó de repente cómo algo rascaba despacio en el
alféizar de una de sus ventanas. Estaba vestido, echado sobre la
cama, fumando, con los duros ojos clavados en las amigas
pardas de la calamina, invisibles a causa de la oscuridad, pues
había extinguido la lámpara.
-¿Qué cosa? ¿Quién?- preguntó Selva Saavedra, agobiada
por un medio sueño que no se decidía a tumbarla enteramente.
35
-No te muevas - dijo Gregorio -y no digas nada.
Continuaron a la escucha. El viento del Desierto, dueño de
la noche, gélido y compacto, barría con suavidad las calzadillas
abandonadas y azotaba contra sus marcos astillados las puertas
muertas de los pueblos muertos, haciéndolas girar sobre sus
goznes de cuero podrido. Las noches del Desierto crujían a causa
de las cosas muertas que la poblaban. La tarea del viento era
ayudarlas a crujir.
De nuevo el arañar solapado volvió a poner en tensión a
Gregorio y Selva. Era esta vez un arañar más audible, más
preciso, más intencionado, e inevitablemente humano: en la
Pampa no hay perros ni gatos ni ratones ni serpientes ni arañas
ni murciélagos ni mariposas nocturnas ni fantasmas, pues es
enteramente inhabitable a causa del calor y del frío, a causa de la
sed y del hambre, a causa del ruido y del silencio. Sólo el hombre
se aventura allí cuando su vida es tan poca cosa que no le
importa perderla. Gregorio se levantó en silencio y puso una
oreja junto a los maderos de la pared arañada para escuchar
mejor. Le pareció ahora percibir mejor y se dio cuenta que eran
uñas las que rascaban y que ese rascar constituía un mensaje o
una llamada dirigida a él. El intempestivo sonido prosiguió
royendo el silencio con intermitencias. Y después Gregorio creyó
también oír un delgado sollozo. Comprendió. Acercando su boca
a un intersticio de la pared dijo susurrando apenas:
-Lárgate, hermano. No puedes entrar aquí.
Las uñas se quedaron calladas.
-Cómo no va a poder -dijo la voz semidormida de Selva -si
ésta es una casa sin puertas.
-Ahora mismo- añadió Gregorio -lárgate, no me rondes la
casa.
Al cabo de unos segundos, la voz de Sebastián Colivoro,
asesino del Carabinero, hermano de Rufino Ayaroa, exclamó
muy bajito:
36
-Óyeme, Chasqui, ¿cómo vas a dejar que me maten?
Cierto- dijo Selva -¿cómo?
-Tengo mucho que hacer, Sebastián, si te escondo, nada de
lo mucho que tengo por hacer será hecho.
•Hablas como un descastado traidor- recriminó con
amargura la prófuga voz del otro lado de la madera -que sin
ninguna duda venia también del sur-. -Tenia que matarlo a ese
cabrón- hipaba -¿qué les pasa a ustedes que ninguno quiere
brindarme ni siquiera una pulgadita de ayuda?
-Déjalo entrar, Gregorio- dijo Selva, atrapada en la
maraña de su somnolencia -y dale de comer.
-Van a fusilarte, Sebastián, y se echarán también al que
encuentren contigo-. Sonó su nariz con un gran pañuelo a
cuadros. -Raja a toda vela de tu mujer y de tus hijos
porque, .digamos que no tienes vuelta.
Pasó un nuevo silencio muy amargo:
-Gregorio,
-Díme.
-Fondéame apenitas por el día de mañana no más. Tengo
tanto frió. Cuando caiga la noche...
-No puedo.
-...bajaré a Iquique por los caminos bolivianos,
-Si llegas te estarán esperando. Iquique es una ratonera
para cualquiera de nosotros.
-Me alistaré en otra Oficina de Tarapacá, o en otra más
abajo, al sur, una que quede lejos.
-Ya está tu foto pegada en todas las Comisarias.
-jCarajo pues! Subiré a la cordillera y me guardaré en los
poblados de la Puna, le pediré ayudita a los indios, no puede ser
que no haya en toda la tierra un lugar, me voy con los indios-
insistía agobiada la voz que tiritaba pegada a las persianas,
detrás de los vidrios.
37
-Gregorio, no vayas a dejar que lo maten- dijo Selva como
si estuviera soñando.
-Hay cien kilómetros cuesta arriba- explicó Gregorio -y
están plagados los caminos de retenes de Carabineros. Por qué
no quieres entender que ya estás muerto?
-¿Y qué debería hacer pues?
-Monta una buena carga y dinamítales el cuartel. Así te
llevarías a unos cuantos y nos ayudarías grandemente.
-¿Ayudar a qué, Gregorio?
-No puedo decírtelo porque apenas te agarren serás
cortado en pedazos para que hables antes de fusilarte. ¿Me oyes,
Colivoro? Y ahora deja de rondar mi casa y apechuga solo.
-No entiendo nada- reconoció el que estaba afuera, con
dolorosa ignorancia.
-Que entre y descanse, Gregorio, para que entienda- dijo
Selva moviéndose en la cama.
-Mejor- dijo Chasqui.
-Me voy sólito pues.
-Es lo mejor- repitió Chasqui.
Se quedaron los dos callados. Una ráfaga de viento hizo
crujir lo que llamaban casa. Gregorio se dio cuenta que el otro
seguía estando afuera, como esperando una última palabra.
-Oye- musitó quedamente.
-Oye, oye- dijo Selva.
-¿Qué, Gregorio?
-No digas nada cuando te vayan a disparar, porque así ¡os
fusiladores no notan que uno tiene miedo.
*****
A las once de la mañana, muy borracho, estaba Sebastián
Colivoro en uno de los Ranchos, cuando entraron los
38
Carabineros advertidos por el concesionario. Entre golpes y
gritos se lo llevaron esperando pacientemente que llegara y
pasara la lluvia de la una de la tarde -que tenía que caer igual
que en 191 1-, para cumplir con la orden de ejecución inmediata.
Gaínza se había enterado de la captura media hora después,
cuando se dirigía a la Administración para almorzar allí y
discutir las nuevas instrucciones. A fin de causar un buen efecto
entre sus indirectos patrones, ordenó, atando una servilleta a su
cinturón, que sólo la mujer de Sebastián Colivoro fuera
autorizada a presenciar el fusilamiento.
-No es bueno que vean a Carabineros cumpliendo las
tareas que competen a los militares- explicó a sus anfitriones.
Gregorio Chasqui acometía su turno de trabajo en la Torre
de Control de Tráfico -donde llegaban y desde donde partían los
pequeños trenes caucheros hacia y desde los Frentes-, cuando
surgió Domingo Soto trepando por la escalerilla de hierro en
espiral. Venía solo para no despertar sospechas según explicó.
-Encargue a sus hombres de más confianza que reúnan
dinamita y fusiles- dijo Gregorio brevemente, mientras anotaba
el número del convoy que salía.
-Vengo a hablarle de Colivoro.
-Ya está muerto, no hay nada que hablar. Diga a sus
hombres que saquen dos cartuchos de cada tiro y los cntierren
cerca del Muro del Este sin apretarlos mucho. En fin, ellos
saben.
El presidente del Sindicato tosió sofocado.
-Un hombre va a morir- dijo.
Gregorio dejó de mirar las vías férreas desde lo alto. Puso
una mano pesada y persuasiva sobre la espalda del otro y lo
empujó hacia la puerta.
-Otro hombre va a morir- corrigió con severidad. -
Domingo- añadió en seguida -Sebastián Colivoro cometió un
error: ahora habrá una carnicería porque les ha dado el pretexto
39
que buscaban. Jamás ellos se allanarán a aceptar que se trata de
una responsabilidad individual, como es el caso, porque les
interesa por sobre todas las cosas cargar el hecho en la espalda
de todo el Campamento. No nos queda otra alternativa que
juntar dinamita y avisar a los demás Cantones. Es indispensable,
claro, preparar lo huelga general, pero al mismo tiempo, le repito
que vaya pensando en la resistencia. Si no nos defendemos esta
vez, las matanzas van a parecer un circo semanal. Conoce el
dicho: ¿"No es culpa del chancho sino del que le da el arrecho"?
Bueno, no les demos más arrecho. Tendrá un proyecto de
defensa a más tardar mañana por la noche.
-Yo sabía que usted estaba loco desde que lo vi- dijo
Domingo Soto.
-Cruzar los brazos cuando se tienen responsabilidades
como las suyas es una traición- dijo Gregorio -y un traidor es
muchas veces peor que un loco. No olvide nunca que defenderse
es uno de los derechos del hombre, sobre todo en una época
como ésta en que no tenemos ningún derecho.
-Lo dije desde el primer día- siguió Domingo Soto
moviendo la cabeza de lado a lado.
-Es posible que otra vez nos maten a todos- admitió
Gregorio -pero creo duro como fierro que los trabajadores más
jóvenes, especialmente aquellos que trabajan en los otros
Cantones, tienen derecho a un acto de dignidad que no les ha
dado nadie en lo que va de siglo. Hay que decir de algún modo
que no se puede confundir a un trabajador con el cordero de la
fiesta. Nuestra miseria económica no debe ser a la vez miseria
moral, no tiene que ser una confesión de indefensión absoluta ni
una forma de sumisión permanente. En alguna parte, dentro de
nosotros, debe haber algo que verdaderamente resplandezca.
Ayúdeme a encontrarlo, para que así nos vean desde lejos.
40
*****
Sebastián Colivoro había olvidado las palabras de
Gregorio Chasqui. Había olvidado en realidad casi todas las
palabras. Pero miró al sargento, que estaba sacando un pañuelo
verde mohoso de su bolsillo, y le dijo:
-¿Oye, por qué te has vuelto tan carnicero?
La mujer de Sebastián se sentó en un altillo de arena y
empezó su veleidoso modo de llorar, arrugada y chiquita como
un negro pájaro mojado. £1 sargento le vendó los ojos al
condenado y el condenado dijo:
-Me vendas los ojos porque no quieres que te mire.
El sargento no podía anudar el pañuelo a causa del temblor
de sus manos. Pensó que le temblaban porque contra ellas
golpeaban los sollozos duros y negros de la mujer de Colivoro.
Le lanzó una mirada de presuntuosa cólera.
-Ya ves- seguía diciendo Sebastián, -como vas a cometer
un nuevo crimen empieza a tiritarte la conciencia.
Fue en ese punto del monólogo que el sargento, humillado
y ya muy confuso, le envió un rodillazo en los riñones. Sebastián
Colivoro sacó cascarillas del Muro del Este de Marusia con la
frente (aquél por donde aparece el sol). Se quedó allí, afirmado
en los viejos ladrillos revocados con cal, como un hombre que
busca reponerse de un dolor muy viejo y muy imperativo. Sin
embargo, en pocos segundos volvió a la carga:
-Bien buena- rezongó hipando -o sea que además de
fusilarme me sacas la cresta aprovechando que tengo las manos
amarradas.
El sargento encogió otra vez la espalda, visiblemente
excedido.
-Oiga mi cabo, dirija usted- ordenó,
-No puedo, yo no he fusilado nunca.
-¡Qué importa, carajo, echando a perder se aprende!
41
El cabo vaciló. Luego allegó la boca a la oreja de
Sebastián Colivoro y preguntó en voz baja:
-¿Tienes algún deseo especial, el último?
-Sáqueme la diuca y aguántemela un ratito, que estoy que
me meo. No quisiera mojar los pantalones, mi cabo.
-¡Ah no!- vociferó el cabo retrocediendo -¡no tengo
atribuciones para tan poco!
La mujer de Sebastián, de tanto contener el llanto, tenía
hipo. Era un hipo flaco, menudo, saltarín, que golpeaba desde
lejos, a pesar del viento. Se iba lejos para abajo, estrellaba el
amarillo blancuzco del Muro del Sur, el Muro con el que
topeaba el viento que venía de la distante, de ía nebulosa, de la
llovida isla de Colivoro, desgarrando de paso las velas de "El
Caleuche". Desde allá también se divisaba la cornisa frontal del
Cementerio, a horcajadas sobre la colina, pero Colivoro parecía
no prestar atención a eso todavía. Escuchando primero el llanto y
luego el hipo de su mujer volvió los ojos vendados hacia el cabo:
-¿Quiere hacerme un favor, mi cabo? Dígale a mi mujer
que no llore, que la muerte no es de otro mundo sino más bien de
éste, y que a cada santo le toca su vela.
-¡Cállate!- rezongó el cabo, que trataba de mantenerlo
erecto contra los ladrillos - respeta siquiera tu propia muerte.
Sebastián abrió un poco las piernas para tambalear menos
y sacó un digno y ufano pecho, en cuyo interior debería llover
torrencial mente apenas en un obscurísimo instante más.
-Ay mi vidita- dijo.
Cuando sonaron los disparos, todos a destiempo, el cuerpo
de Sebastián Colivoro se aplastó exageradamente contra el Muro
del Este, pero en seguida voló grácil hacia atrás, ovillándose de
un modo acurrucado encima de la dura costra de salitre.
Corcoveó un poquito y luego se plantó de plomo en infinita
inmovilidad, porque las balas eran balas de carabina.
42
*****
Llovió tres días más entre las tres y las siete de la tarde,
igual que en 1911, Soplaba fuerte el viento del Desierto, un
viento que llamaban calameño, pues venía del lado de Calama.
£1 invierno boliviano -que en la Pampa se da en plena estación
veraniega- llenó de nieve los picos más lejanos y altos y la lluvia
mojó las carreteras y las calzadillas. Nadie pudo pasar hacia
Arica ni bajar hasta Iquique. Cuando vio venir el temporal, la
Administración pensó que no tenía ninguna importancia
comunicar a la Central de Antofagasta la muerte del cabo y el
fusilamiento de Sebastián Colivoro. El informe, que se conservó
en la Tenencia de Carabineros de Marusia, dio al cabo por
muerto en accidente de servicio. Colivoro no tuvo derecho a
muerte certificada. Llegado desde la Isla Grande de Chiloé
quince años antes, sólo su mujer podía reclamar. Pero, de
acuerdo a las leyes tácitas de la Empresa, la mujer tenía que
desocupar su vivienda y abandonar el Campamento en el plazo
de un mes, en caso de fallecimiento del marido. La misma regla
regía para la mujer del cabo. La única posibilidad de permanecer
en la zona era el ejercicio de la prostitución.
En una colina breve y endurecida, cercada por las dunas,
desde la cual se ve aún hoy perfectamente el muro de los
fusilamientos, una colina que todavía alza sus gastados
torreones, amoratados por la sangre vaciada bestialmente en
nombre de un orden, de una prosperidad, de una libertad y de un
progreso apócrifos, de animal estirpe, está el Cementerio, Muy
próximos el uno del otro, pero no revueltos, como en la vida, los
hombres sepultaron al cabo, sirviente de la vieja carroña
imperdonable, con la garganta rota. Un día después, a Sebastián
Colivoro, chilote de nación, con la espalda cubierta de agujeros -
seis en total-. A causa del golpe ominoso de los terrones contra
las feas tablas de las cajas, Marusia se recogió un instante sobre
43
sí misma, y todo pareció volver a la normalidad. La esquiva, la
breve. La imposible.
Ay de Marusia.
*****
El teniente Bertoldo Gaittza acompañaba esa noche a la
mujer del Administrador. Se trataba de aligerar sus respectivas
soledades, confesaría más tarde eufemisticamente. El
Administrador pasaba con frecuencia sus fines de semana en
Iquique, probablemente afinando la habitual colusión entre los
representantes del gobierno y los inversionistas extranjeros. Esta
colusión se dirigía en forma natural contra los intereses de los
trabajadores chilenos, argentinos, peruanos y bolivianos, que
ganaban su magro pan de piedra reventando terrones de caliche
con sus combos de hierro de veinticinco libras de peso.
La mujer del Administrador era por ese entonces "una
rubia comestible y activa" en opinión de sus descorteses
admiradores, entre los cuales se contaba un buen porcentaje de
oficiales de diversas armas que frecuentaban a la pareja, sea en
los puertos de embarque, sea en la Pampa. Uno llegó a sostener
que con voluntad y esfuerzo había llegado a convertirse en "una
inglesa horizontalmente apta". Otro habría retrucado que en la
soledad de la Pampa hasta una huanaca compite en estas lides
cuando los fantasmas del hombre ponen en erección la frugal
poesía del hombre, esa poesía perpetuante en que inscribe su
esperma. El teniente Gainza, murmuraban, utilizando las
escatológicas metáforas pampinas, era uno más de los que
"deshollinaban la chimenea nupcial del inglés" cada vez que sus
deberes guerreros lo conducían a la residencia enclavada en un
discreto rincón de Marusia, dotada de piscina y cancha de tenis,
protegida por un cerco de arbustos achaparrados que ocupaban
44
la mitad de las escasas reservas de agua para mantenerse vivos
y proteger la intimidad del jefe y de sus huéspedes.
Esa noche aciaga Bcrtoldo Gaínza estaba allí, creyendo
que escuchaba llover, pero equivocándose, y oyendo sin embargo
verdaderamente respirar la boca entreabierta de la mujer junto a
su oreja. Condecorado con abundante whisky poco después de
medianoche por su corta y húmeda hazaña, miró su reloj,
abandonó el lecho y se vistió, abotonando su guerrera en
silencio, y ajusfando el cínturón, al que fijó la cartuchera del
revólver después de hacer girar la nuez del cargador para
comprobar que todo estaba en orden. Abandonó con sigilo la
vivienda utilizando la puerta trasera, como un ladrón de honras
eficaz, sigiloso y competente. Cabe añadir que sólo en aquel
género de correrías no le estaba tácitamente prohibido llevar
consigo un ordenanza, de manera que cada uno de sus nocturnos
regresos solitarios, a menudo exacerbados por el excelente
alcohol escocés, le llenaba el corazón de extrañas y acuciantes
aprensiones. Sobre todo, en aquellos días, tomando en cuenta la
situación de violencia que vivía la Oficina. Es verdad también
que las calzadillas de Marusia no resultaban terreno apropiado
para las noctámbulas correrías de un oficial ebrio.
Desde el Barrio Inglés -ése es su nombre incluso hoy en
día en cada Oficina sobreviviente- hasta el sector donde se
encontraba la Tenencia de Carabineros, mediaba un buen trecho.
La primera parte del camino discurría junto a las desiertas
canchas de tenis, varías de las cuales estaban rodeadas por
alambradas de púa, para impedir el ingreso de los niños
pampinos a ellas. Otro trecho de la ruta bordeaba la piscina de
los empleados y técnicos, cercada por sotos cubiertos de polvo, y
sobre todo, la fuliginosa ceniza perpetua que el viento arrastraba
desde et Molino. Esta ceniza se repartía como una funeraria
mortaja blancuzca por los techos y las paredes de todo el
Campamento. Más abajo, cuando el teniente atravesó el Barrio
45
de ¡os Empleados y Técnicos, el paisaje cambió. Las casas se
apiñaban y habían empequeñecido visiblemente en relación con
las villas del Barrio Inglés. Debía cruzarlo medio a medio y
luego internarse un poco junto a las primeras pocilgas del Barrio
Obrero y los barracones para solteros, protegidos malamente por
la vieja calamina agujereada que no lograba contener el viento.
Recién entonces uno se topaba con el edificio y tas cuadras que
ocupaba la guarnición policial. Estaba situada allí por razones
estratégicas, o quizás, tácticas; protegía dos puntos vitales de
Marusia: la Torre de Control de Tráfico y la puerta de acceso al
Campamento, que, como buena parte de los poblados salitreros
apartados, había sido amurallado al estilo de una fortaleza.
Gaínza dijo que esa noche no tenía miedo. Había aflojado
el Tevólver de servicio, pues, como dijimos, vestía su uniforme,
para tener a mano una excusa si se le sorprendía rondando junto
a la casa de la Administración. Y no tenía miedo, además -esto
no lo dijo- porque conservaba en la mano izquierda la botella con
los restos del whisky. Esporádicamente la llevaba a los labios,
sin muchas precauciones, mientras avanzaba: era raro encontrar
a alguien después de medianoche, y si ello ocurría, se trataba
solamente de algún bebedor retrasado que volvía a su casa
tambaleando. Eran las dos de la mañana, cuatro días después que
la tierra recobró el cuerpo de Sebastián Colivoro para devolverlo
al sur por el subterráneo y suntuoso camino de las raíces
invisibles y de los ríos hundidos.
Cien metros antes de llegar a la vista de su guarnición,
cruzando la pequeña plaza esmirriada y pelada, el teniente
Bertoldo Gaínza creyó descubrir en una de las lóbregas bocas de
los pasajes del conventillo, algo como una sombra que se movía.
No había luna todavía, pero la noche estaba menos cerrada que
otras noches y el oficial lograba ver con cierta claridad hasta
cincuenta metros de contomo. Acababa de succionar un buen
sorbo, y mientras asimilaba el sólido 'sabor descendiendo gaznate
46
abajo, tuvo de nuevo la fugaz visión. Según le pareció, dijo, la
sombra había surgido en el marco oscuro del pasaje, pero al
verlo, retrocedió casi instantáneamente fundiéndose con la
obscuridad.
Dijo también que se había dicho:
-¡Ea! Alguien te sigue de cerca o te espera.
Por eso, en lugar de proseguir caminando, se parapetó tras
el tronco del único pimiento de la plazoleta y extrajo su arma de
servicio. Aguardó un minuto. Ocultó la botella en un hueco del
tronco. Entonces vio la silueta con toda nitidez. El hombre
parecía examinar la calle y se movía con sigilo, como si temiera
dejarse ver o hacer ruido Abandonando toda prudencia, Gainza
abrió fuego. Disparó tres veces inundando la noche con mido de
vidrios astillados, temblores de estrellas y quejidos agoreros.
Echando a correr tuvo tiempo de ver que el hombre se
desplomaba en plena calzadilla.
Entró como una exhalación en la Tenencia y gritó
heroicamente señalando al exterior:
-¡Rápido! ¡Doblando, a la izquierda!
Los carabineros de guardia habían escuchado los disparos
y procuraban conjeturar su dirección. Al oír la orden perentoria
del teniente Gainza, cuatro de ellos cogieron sus carabinas y se
lanzaron a la calle, parapetándose en los intersticios y
sinuosidades del encinto que protegía el cuartel para avanzar sin
riesgo. Se había levantado un viento frío y otra vez sonoro. La
patrulla viró en la primera esquina y avistó un grupo de hombres
agazapados en mitad de una de las calzadillas. Los cuatro
abrieron fuego sin intimación previa. Roncas voces masculinas
aullaron. Algunas sombras cayeron hacia atrás como golpeadas
por martillos (eran balas de carabina). Otras se arrastraron hacia
la entrada de un pasaje próximo. Un policía joven y resuelto
copó esa entrada y continuó disparando hacia el interior, donde
una masa oscura parecía reptar como queriendo huir hacia una
47
sombra más profunda cada vez, revelaría en otro momento,
aunque confesó de paso, que no le pareció agresiva en ningún
instante de su arrastrarse a ras de muerte tan inesperada.
*****
-Escucha Selva, escucha.
-¿Qué quieres que escuche?
-Estos versos de un poeta de veinte años que acaba de
publicar su segundo libro. Escucha:
Siento viajar tus ojos y es distante el otoño:
boina gris, voz de pájaro y corazón de casa
hacia donde emigraban mis profundos anhelos
y caían mis besos alegres como brasas,
-Parecen escritos para nosotros, Gregorio.
-Fueron escritos para nosotros.
*****
!
Si Marusia era seca y dura con sol y cielo azul, con la
lluvia era áspera y agresiva, era frígida y voluble, era transitoria
y drástica. Pero era menos vulnerable que Antofágasta. Una vez
llovió en la ciudad de Antofágasta durante diez minutos. Se
derrumbaron doscientas cuarenta casas, un río. de barro bajó
desde los cerros y se llevó a sesenta y seis personas.
Debajo de la lluvia, los trabajadores de Marusia
condujeron a sus muertos. El camino por el cual marcharon con
los desvencijados cajones al hombro era un camino trazado por
los pies de la muerte. Nadie lo recorrió nunca sin su ataúd al
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hombro. A causa del peso y del número creciente de los cajones,
el camino se veía hundido como un surco, y no plano como un
camino. Cinco cajas negras llevaron ese día, alternándose, los
portadores. Salieron del Campamento y endilgaron hacia la
colina cuyo frontispicio guarda los despojos de múltiples
hombres abatidos por la muerte artificial. Nadie recordaba
muertes naturales en Marusia. Si alguien tuvo la extraordinaria
ocasión de morir allí en su lecho, a causa de una enfermedad, o
de hambre -lo que en nuestro continente es por cierto una causa
natural de muerte- las crónicas no registran su nombre, y su
mísera hazaña es más bien un inusual portento. Allá sólo cayó el
hombre en una riña fratricida, en un accidente, en un
ajusticiamiento o en una matanza,
Mientras se cavaban las fosas hubo dos discursos: uno,
pronunciado por Domingo Soto, presidente del Sindicato de los
Trabajadores de Marusia. El otro estuvo a cargo de Gregorio
Chasqui. La Empresa no permitió la concurrencia de los
trabajadores, de tal modo que Gregorio sugirió a los miembros
de la directiva sindical que ellos mismos llevaran las cajas para
efectuar una reunión.
El discurso inicial fue de carácter patriótico,
grandilocuente y funerario. El segundo, de carácter político. Pero
al mismo tiempo la ocasión englobó dos ceremonias distintas: la
despedida de los nuevos cantaradas asesinados y una
controversia entre los estados mayores lejos de los oídos
indiscretos.
Gregorio Chasqui escuchó el discurso de Domingo Soto en
silencio. Luego añadió a manera de escueto informe:
-Ya pueden palpar ustedes, compañeros, la dureza de las
provocaciones montadas por la Compañía, y comprobar, al
mismo tiempo, cómo los acontecimientos están tomando una
velocidad endemoniada sin que nosotros podamos ponernos
jamás de acuerdo para hacer algo conjunto que nos permitan
49
controlar su curso. Los hechos parecen desarrollarse de un modo
natural. El teniente Bertoldo Gaínza asesinó a uno de sus propios
hombres de patrulla, confundiéndolo con un trabajador, según
afirma, que Lo esperaba allí para matarlo. El resto de los
asesinados -nuestros compañeros- se hallaba en sus casas y al
escuchar los disparos tan próximos, salió a la calle. Allí lo
sorprendió el pelotón que lanzó Gaínza, mientras trataba de
socorrer al policía moribundo. Sólo por esta razón fueron
baleados sin que nadie les preguntara nada. Ahora, Gaínza
recurrirá a todas las maniobras posibles para eludir
responsabilidades, aunque ténganlo por seguro, en una época
como ésta no habrá sanción en contra suya. Y ya saben ustedes
lo que pasará, porque tenemos la costumbre de estas cosas:
Gaínza debe encontrar un responsable pues necesita proseguir
con los escarmientos. Lo más probable es que el próximo sea
uno de los que estamos aquí.
El presidente del Sindicato carraspeó. Las palas raspaban
melancólicamente la grava húmeda y el caliche caía espeso y
duro sobre los destartalados ataúdes. Dijo:
-¿Qué es lo que usted propone ahora, compañero?
-Ganarles el quién vive- dijo Gregorio. -La masacre no la
para nadie. Piense que ni siquiera podemos irnos de aquí.
Marusía será la próxima advertencia de sangre para cada uno de
los Cantones que proyecta una huelga.
-¿Y cómo piensa ganarles el quién vive?
-Primero, hay que hacer tres cosas: asaltar la Tenencia y
quitarles todas las armas. Segundo, avisar a las otras Oficinas
para que se pongan en estado de alerta y lo hagan saber
públicamente.
-¿Tercero?
-Preparar una zona de defensa dentro del Campamento,
con líneas descubiertas hacia el exterior para maniobrar cuando
suban las tropas obligándolas a dividirse. Si los soldados
50
pretenden atacar frontalmente, como en San Gregorio, los
camaradas deben esta vez cortarles la retirada a Iquique,
cenando al mismo tiempo el paso a todos los refuerzos que
pretendan subir. Para ello hay un sólo medio: dinamitar las vías
férreas. Es por el tren cauchero que baja el material a Iquique,
que ellos suben las cureñas y las ametralladoras de la Marina.
Hay que preparar también cargas de dinamita con dos cartuchos
cada una y mecha corta, a fin de utilizarlas como granadas. Hay
que requisar ta Pulpería para contar con reservas de alimentos.
Hay que dinamitar la Central Telefónica. Hay que abrir boquetes
en diferentes puntos de los cuatro muros para evitar que nos
encierren y facilitar la circulación dentro y fuera del
Campamento. Sin artillería ellos apenas podrán combatirnos
utilizando sus caballos o a pie, lo cual nos deja en condiciones de
igualdad.
-Mire, compañero Chasqui- dijo Domingo Soto: -Yo no
discuto que su plan es genial, pero jamás daré instrucciones
semejantes. No quiero tanta muerte inútil sobre mi conciencia.
-Lo haga o no lo haga, antes de dos días tendremos aquí
tropas montadas del Ejército mas las cureñas y ametralladoras de
la Marina. Le aseguro que ametrallarán a nuestra gente igual
como tantas otras veces. Présteme apoyo a través del Sindicato y
organizaremos esta misma noche los comandos que deberán
proceder mañana.
Se murmuraba con excitación. Se perfilaban dos
tendencias centrales. Cabe recordar aquí que los comienzos
políticos de la Pampa estaban teñidos por las ideas anarquistas.
A ellas se habían agregado, paulatinamente, corrientes
demócratas más o menos imbuidas de algunos principios
marxistas, y diversas tendencias socialistas que no lograban
cohesionarse en un partido. Poco menos de dos años antes de los
sucesos de Marusia, Luis Emilio Recabarren había fundado el
Partido Comunista. Pero dot razones nunca elucidadas, aquél se
51
había suicidado en 1924, cuando el drama de Marusia no se
hallaba aún en estado larvario. Los hombres del salitre -cuna del
movimiento obrero en Chile- se habían quedado de repente sin su
palabra y sin su luz. Existían todavía, en abanico, otras
tendencias, particularmente de filiación radical, añadiendo los
dos partidos básicos de la clase dominante, Conservador y
Liberal, y los potentes sindicatos patronales. A estos tres últimos
rara vez adherían trabajadores de extracción proletaria pero sí lo
hacían masivamente los cuadros bajos y medios administrativos,
y trabajadores que por sus funciones eran mejor remunerados
que la inmensa mayoría de los caucheros. Se sabe bien hoy en
día que las ideas políticas que sacudían Europa, entraban a Chile
como los turistas: en barco. Pero en los barcos de cabotaje. Se
trataba de grandes navios que recogían el salitre en los puertos
de Iquique, Tocopilla y Antofagasta para trasladarlo a sus
puertos de destino. El mayor desembarco de ideología se
producía en Iquique. Los marineros entregaban cargamentos de
proclamas, manifiestos y panfletos a los lancheros, y éstos, a los
estibadores. De allí partían en los trenes caucheros a las tres
provincias -Tarapacá, Antofagasta y Atacama - que
conformaban el Desierto de Tarapacá, el más seco del mundo.
Así pues, todo cuanto acontecía en Europa, incluidas las
masacres, las guerras, civiles e internacionales, el movimiento
de las fronteras, la situación agobiante de los trabajadores, las
reivindicaciones materiales y sociales, y los grandes lincamientos
que se perfilaban a partir de las constantes contribuciones
teóricas, era discutido en Chile, sobre todo en la zona del Norte
Grande o Desierto de Tarapacá, llamado también La Pampa. Y
aquel día, en Marusia, este intenso contrapunto de las tendencias
no podía dejar de expresarse, como si se tratara de una probeta
de ensayo donde burbujeaban las aspiraciones de un país entero.
Que Gregorio Chasqui planteara proyectos semejantes, no podia
asombrar a nadie que conociera aproximadamente, a través de
52
diversas lecturas, o relaciones, hechos como las barricadas de
París en 1848, o el drama de La Comuna, en 1871. A causa de
todo esto, Domingo Soto carraspeó, limpió su frente enrojecida
por la emoción y empapada por la lluvia, y manifestó,
esforzándose para que su voz no traicionara los encontrados
sentimientos que bregaban en su espíritu:
-Si usted hace eso, compañero, y alguien me lo pregunta -
porque es a mí que me preguntan todo-, no tendré más remedio
que declarar la verdad. Soy yo el que está poniendo aquí la cara
por todos. Gregorio Chasqui contempló con aire de admiración
los otros rostros. Detuvo sus ojos en las palas de los paleros, que
habían dejado de palear. Y preguntó lacónico:
-¿Qué piensa hacer usted?
-Un paro. Un firme paro de protesta y de advertencia por
cuarenta y ocho horas. Es nuestro único camino.
Gregorio palmeó su propia frente incrédulo.
-¿Y representa usted a una clase obrera que afirma que
su objetivo principal es arrancar el poder a la burguesía y a los
explotadores extranjeros?
- Con votos y con leyes, camarada,
-¿Y habla en nombre de los trabajadores del salitre, en
nombre de la Pampa Salitrera, cuna del movimiento obrero de
Chile?
-Por un mandato delegado en condiciones absolutamente
regulares.
-¿Y estima usted que con un paro de advertencia frenará
al Regimiento "Carampangue", que ya viene de nuevo a la
Pampa para seguir vengando al teniente Argandoña?
-Dialogaremos.
Gregorio sintió que los ojos se le salían de las órbitas.
-¡Qué forma tan errada, miserable y cobarde de entender
el papel de la clase!- gritó, perdiendo el control de sí por primera
vez en mucho tiempo; -Escúchenme- dijo mirando a los demás: -
53
¡Vivimos enterrando mártires! ¡Vivimos cavando agujeros para
enterrar nuestros muertos! ¡Animitas! ¡La mayor aspiración
proletaria pareciera ser morir mendigando de rodillas un lugar
bajo el sol a las botas que nos machucan la cara! ¡El
martirologio tiene un límite!- dictaminó amenazante: -¡Hay que
aprender a vivir, porque morir ya lo sabemos de memoria
¡necesitamos combatientes, no mártires! ¡Con mártires, y nada
más que mártires, no podremos jamás salir del pantano social en
que nos tienen sumergidos hasta el cuello! ¡Hay que mantenerse
vivos!- gritó -jorgullosamente vivos! ¡Hay que combatirlos con
sus mismas armas, hay que aprender de ellos! ¡Todo lo demás es
una insania política! -buscaba otras palabras para traducir su
indignación- una emperifollada cobardía- bramó antes de
quedarse callado mirándose los puños.
Entonces nuevas paletadas de tierra siguieron cayendo
sobre los mártires de la noche anterior. Los hombres estaban
mojados y confusos, igual que en 1911. La división los
angustiaba todavía más, sin darse cuenta exacta que los
trabajadores del mundo entero habían perdido todos sus
combates precisamente porque no pudieron resolver jamás este
punto de su conflicto interno. Gregorio, que ya lo barruntaba,
tragó su propia saliva, su propia paletada de amargura, y echó a
andar con la cabeza gacha. Pero alguien lo tomó del codo,
reteniéndolo.
*****
-Quien cree se esclaviza- dijo Gregorio.
-¿Cómo?- dijo Selva.
-Creer es una forma de esclavitud- dijo Gregorio -una
forma de dependencia de otro o de otros, que hace que uno deje
■
54
de pensar por sí mismo. A lo mejor, dejar de creer es un primer
paso hacia la libertad absoluta.
-Qué terrible- dijo Selva -esa hondura por la que andas
hoy.
*****
■
-¿Cuántos disparos efectuó usted, mi teniente?- preguntó
el sargento, mientras anotaba en un gran libro el informe
preliminar de los sucesos.
-Usted mismo vio mi revólver- respondió Gaínza.
-Quería asegurarme. He mirado la nuez y he encontrado
tres cápsulas percutadas, ¿Sabe usted por qué se lo digo?
-Porque este informe puede acusarlo a usted, mi teniente.
Usted disparó tres veces y nuestro compañero Alberto Maclas
tenia tres balas en el cuerpo. A primera vista las balas proceden
de una misma arma. Y todos los hombres que montaban guardia
en esta Tenencia escucharon solamente tres disparos. Todo
indica que usted se equivocó y apreció mal la situación.
-Mi otro apellido es Herrera- observó Gaínza con un
desencantado cinismo: "Herrera Humanum Est"- dijo. -Pero la
patrulla misma vio como ellos estaban inclinados sobre el cuerpo
del policía.
-Ahora pensamos que salieron a mirar lo que estaba
sucediendo- reveló el sargento con torcida sonrisa. -Gomo usted,
en su arrebato, no les explicó nada, nuestros hombres
obedecieron ciegamente las órdenes y tiraron a matar creyendo
que en verdad habían agredido a uno de los suyos. Ya sabe que
estas cosas exacerban el espíritu de cuerpo. Pero esto
representa dos errores y seis muertos más, sin contar con que
ellos van a reaccionar antes de lo que imaginamos.
Gaínza sorbió otro poco de alcohol. Tenía una copa llena
en la mano nerviosa y había cerrado las puertas de la Sala de
55
Guardia para evitar las indiscreciones. Preguntó como al
desgaire, pero sobre la marcha:
-¿Esto me cuesta la baja?
-Oh no, ni siquiera una sanción, tomando en cuenta los
sucesos recientes y los sucesos por venir.
-Es verdad- Gaínza iba envalentonándose, -olvido a veces
que todo está planificado así, que tenemos órdenes concretas de
arriba en ese sentido.
-Sugerencias, teniente. Nosotros tenemos sugerencias
concretas en ese sentido. No olvide que la Administración no es
la Comandancia de Iquique. La Administración nos pide sólo
algunas acciones de intimidación para frenar la huelga y retardar
una decisión sobre el Pliego de Peticiones. Pero debemos
calcular las operaciones cuidadosamente pues de repente la
situación puede escapársenos de las manos como en "San
Gregorio", Por lo demás, la Comandancia ha sido muy precisa en
sus instrucciones. Si nosotros nos vemos copados, pero sólo
entonces, la Compañía pedirá al Ministro de la Guerra el envío
de tropas, exactamente como en los casos anteriores,
Gaínza repiqueteó sus dedos sobre el mesón y meditó un
largo momento.
-Usted juega muy claro, sargento- admitió. -Yo le
propongo entonces un informe por otro. Si me corresponde un
día redactar el suyo haré todo lo que esté en mi mano para
podarlo de la mala hierba. No es bueno que dejemos
consignados nuestros errores en el Libro de Partes. Este es un
oficio muy condenado.
-Ningún problema, mi teniente. Era mi deber advertirle
para que en lo sucesivo se maneje con más precauciones.
Solidario y sobrado, el sargento arrancó la hoja del Libro
de Partes y arrugándola, se la entregó al teniente. Este la metió
en un bolsillo, saludó, y abandonó la Sala de Guardia. El
sargento comenzó a redactar una nueva relación de los hechos,
56
porque los hechos siempre pueden relatarse e interpretarse de
muchos modos diferentes, e incluso contrapuestos.
****»
El agua hizo pequeñas pozas en las calicheras, igual que
en 1911, y los hombres, todos los hombres, debieron encerrarse.
Sin contar el tumo que forzosamente trabajaba en los Frentes,
los demás miraban el cielo plomizo y lúgubre, bebiendo con
lúgubre constancia para acortar los días. Los caucheros
trasegaron su vino evitando comentar sus aprensiones. Los
Carabineros bebieron su pisco limpiando y engrasando las
armas. Los jefes masticaron sombríos su whisky, molestos
porque la desusada lluvia y la falta de instrucciones de Iquique
había paralizado las acciones por más de veinticuatro horas.
Todos contemplaban desde diferentes ventanas cómo la
esmirriada lluvia chorreaba en el cauche, agrandando poco a
poco la retina sempiterna de las charcas, que sostenían
firmemente la mirada azogada y única del cielo, cubierto por
nubes bajas y neblina tenaz. A causa de esta llovizna el trabajo
fue reducido al mínimo, el paro de advertencia debió retrasarse,
la muerte se decretó en transitorio reposo, no prosperaron los
desórdenes, y los regimientos, que ya se encontraban
acuartelados en Iquique, debieron esperar todavía algunos días
suplementarios para continuar vengando la memoria del teniente
Argandoña.
El cuerpo del carabinero Alberto Macías fue llevado
también al Cementerio, como era previsible, pero casi nadie se
percató. Un viejo carcamal, a nombre de la Administración, leyó
las pocas líneas deslavadas consagradas a despedir sus restos,
junto a la fosa abierta en la costra salobre, para acompañar
•según dijo- el duelo de la familia Macías. No aclaró, sin
57
embargo, que la Administración había preparado ya la carta en
que notificaba a la familia Macías la obligación de abandonar el
Campamento, pues la familia Macías, sin Macías, era
perfectamente inútil en Marusia. Había truenos y relámpagos
hacia Sibaya y Cueva Negra, al norte y al sureste, cuando
cayeron los primeros terrones sobre la caja funeraria, adornada
apenas con una pequeña bandera chilena de papel, como un
simbólico homenaje de la patria agradecida.
*****
■
La mano que había tocado el codo de Gregorio Chasqui en
el Cementerio, jugaba ahora tranquilamente con un vaso de vino,
sobre el cajón de fideos -vacío- que servía de mesa. Era la mano
de Bakunín Frías. A su lado se encontraba sentado otro hombre,
Críspulo Llantén. Gregorio Chasqui los miraba atentamente
mientras el último hablaba en voz baja:
-Por todo lo que te hemos escuchado- estaba diciendo
Llantén con lentitud -nosotros pensamos que tú eres el hombre.
-Uno más entre otros- el tono de Chasqui era modesto,
-mi deber es poner al servicio de la clase las nuevas ideas que
desarrolla el proletariado en el mundo y que tanto demoran en
llegar a Chile. Estas nuevas ideas -que por lo demás son viejas
como el mundo- pueden resumirse en dos palabras, palabras que
no tienen nada de mágicas: lucha armada. Lucha política,
sindica], social, rcivindicativa, lo que quieran, pero también
armada. Nosotros les hemos dado siempre esta ventaja a ellos.
Cuando en el terreno de las ideas, en el terreno de las
discusiones, la clase dominante se ve en desventaja y piensa que
pierde terreno, llama a su Partido Militar, es decir, recurre a la
lucha armada, empuña las armas contra nosotros para volvernos
a poner en el cepo. Asi nos han derrotado siempre. Pero si
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llegamos a comprender el problema, a asimilarlo completamente,
estaremos en condiciones de oponerles a ellos las armas que
escojan. Y cuando ellos recurran a la lucha armada, nosotros
deberemos estar preparados para enfrentarlos también en ese
terreno. Quiero decir que el empleo de las armas no puede ser
privilegio de una sola de las corrientes en litigio. Cuando es
imposible la forma legal de lucha que se nos impone, tenemos
que aprender a combinarla con la forma ilegal de lucha, es decir,
la forma de lucha que es ilegal para las leyes y la norma de
organización social que propone la clase dominante con respecto
a nosotros solamente, no con respecto a. ellos. Porque en la
historia del hombre, el empleo de las armas es anterior al empleo
de la lengua, de la palabra, del diálogo. Aunque quienes están
facultados exclusivamente para empuñarlas son los miembros
del Partido Militar burgués, al servicio del capital, del
imperialismo, del colonialismo, de las oligarquías nacionales que
sirven los intereses foráneos. Solamente después de los sucesos
de octubre se ha abierto una esperanza para los explotados.
Gregorio Chasqui bebió un poco de vino, encendió un
cigarrillo, y añadió:
-La lucha armada es más difícil que todas las otras formas
de lucha porque allí no se puede mentir. El hombre no sólo
arriesga un carcelazo: tiene que estar dispuesto a morir por sus
ideas. Es a causa de las ideas que se se puede triunfar,
contrariamente a lo que acontece con el Partido Militar, en el que
se utiliza a nuestros hermanos, a nuestros hijos, como carne de
cañón para reprimimos y combatirnos. Personalmente, muy rara
vez la burguesía civil empuña las armas. Nos usa a nosotros
contra nosotros. Obliga a la juventud, el mejor sector de la
sociedad, a combatimos, no por ideas, sino por intereses
políticos concretos que, sin excepción, se traducen en intereses
económicos. Así es como se ha ido dando dos criterios en el
movimiento obrero de numerosos países: uno, que acepta la idea
59
de la insurrección armada sobre la base de una efectiva y real
preparación militar de cuadros proletarios; otro, que promueve la
idea de una solución paulatina, propiciando reformas
progresivas, graduales, utilizando la lucha sindical y
parlamentaría hasta que las condiciones maduren tanto,
hipotéticamente, que le permitan comprometerse en una disputa
frontal con el poder burgués. Esta última opción no ha conducido
todavía a ningún movimiento ni partido proletario al poder, ni
siquiera al gobierno. En cambio, la ruta abierta por los bolchos
podría ser correcta, a condición de que el poder no corrompa el
idealismo originario, a condición de que un dogma no sustituya a
otro dogma, a condición de que el hombre prime por sobre todas
las cosas. Nos encontramos ya a comienzos de 1925 y ellos se
mantienen firmes contras las guerras y agresiones de todo el
mundo, aun a pesar de la muerte de Lenin, el arquitecto.
-Esta cuestión de las armas- dijo Bakunín -ellos la
manejan como si, por el solo hecho de empuñarlas, los
trabajadores se colocaran inmediatamente fuera de la ley.
-Las leyes son siempre relativas. Hecha la ley, hecha la
trampa. Por ejemplo, vean el caso de Arturo Alessandri Palma:
él fue depuesto por las armas y por las armas ocupa de nuevo el
gobierno. Como sabe que no cuenta con la lealtad absoluta ni del
Ejército ni de la Marina, ha organizado sus "Guardias Blancas",
un cuerpo para-militar destinado a oponerlo a las Fuerzas
Armadas en el caso de otra asonada golpista. Se ve que para
Alessandri y la derecha la ley es una; para nosotros, es otra. Las
"Guardias Blancas" alessandristas se entrenan públicamente en
los parques del centro de Santiago, y nadie ha puesto jamas el
grito en el cielo porque un destacamento de civiles haga suyas las
prerrogativas de las Fuerzas Armadas: defender al gobierno
democráticamente elegido, defender la Constitución, defender la
soberanía del país. Así de simple es la hipocresía
coristituciona lista de los chilenos.
.
60
-Hay algo que todavía no comprendo bien- dijo Bakunín: -
¿Es que crees tú, compañero, que apoderándonos de Marusia
llegaremos un día a disputarles el control del poder?
-No -dijo Gregorio -lo que ocurre es que estamos
enfrentados a una situación en que nos vemos obligados a pasar
a la ofensiva sin una preparación adecuada, Se trata,
estrictamente hablando, de un problema de autodefensa: nuestra
obligación primaria es sobrevivir y avanzar. No queda otro
camino. Ya en agosto del año pasado nosotros conversamos la
huelga con varios de los Cantones vecinos. Las Compañías se
han enterado. Por tal razón han puesto de nuevo en marcha un
viejo mecanismo que no tes falla nunca. El resumen de la
situación es éste: cada tres o cuatro años.treinta o cuarenta
Cantones salitreros entran en ebullición, siempre por mejoras
económicas, por arrancarles una migaja, un reajuste. Se trata
pues de cíen mil hombres en huelga potencial. Pero las
Compañías han puesto a punto un método de retardamicnto
sistemático de la crisis, aunque saben que el colapso salitrero no
está lejos. ¿Cuál es éste método? Ellos observan atentamente lo
que sucede, esperan, reúnen informaciones. Es así como saben
que hay una huelga en el aire, que los trabajadores están
descontentos. Apenas un incidente aislado, mínimo, se produce,
no importa dónde, lo utilizan para montar la escalada de las
provocaciones. El resto viene solo. Las sucesivas respuestas de
los trabajadores a la tramitación inconcebible de nuestros pliegos
de peticiones -paros de advertencia, de protesta, eventuales
manifestaciones y choques con la policía-, les ayuda a encuadrar
la violencia y a desencadenar ofensivas üitimidatorias que, más a
menudo de lo que ellos mismos desean, culminan con una
masacre. Porque saben que estas bestiales matanzas se van
acumulando en las memorias y ese es un inconveniente mayor.
"San Gregorio" ha sido la última en el recuento. Una vez
desencadenada, la represión es salvaje, aun a riesgo de reducir a
61
polvo las insta) aciones e inutilizar una Oficina para siempre. Así,
destruyen una Oficina, pero otras trescientas continúan en
situación de producir y ellos logran de esa manera dos o tres
años más de "paz social". Ahora, seguro que piensan en dos
cosas: en política, es sólo la derecha, apoyada en su Partido
Militar, la que ha matado. Y saben que el salitre comienza a
producirse sintéticamente, que vecinos al salitre hay yacimientos
de cobre en explotación creciente, y que en el cobre está el
futuro económico del país. Vale decir que se hallan en las
últimas boqueadas y aspiran a rasguñar de la Pampa cuanto
puedan el mayor tiempo posible. Eso los hace muy peligrosos,
porque ellos defienden el presente, no el futuro. El salitre no tiene
más futuro. Deberán irse el día menos pensado.
-¿Y Marusia?
-Ahora es el turno de Marusia- dijo Gregorio mirando por
el ventanuco una gruesa luna que acababa de reventar en el cielo
del este. -Ya entramos en el túnel. El escarmiento general que
proyectan en Marusia está destinado a paralizar la lucha social
de los otros Cantones. Es como una jugada de billar: tiran la bola
aquí para pegar en muchas partes.
-¿Y crees que sonó la hora de pararlos?
-¿Qué otra cosa podemos hacer? Si no lo intentamos, si
nos encogemos, si nos intimidamos sin mover un dedo, antes de
dos meses habrán montado otra provocación, sea en Tarapacá,
sea en Antofagasta. Es un círculo vicioso. Además, a estas
alturas ya no tenemos vuelta. Que eso quede claro.
Los otros dos fumaban preocupados guardando largos
silencios que remolían entre las volutas azules.
-Supongo que tú has pensado en algo preciso.
-Ya lo dije: preparar una defensa lo mejor posible, una
defensa que nos permita varios meses de escaramuzas sin perder
demasiada gente. Exhortar a los Cantones de Tarapacá para que
organicen sus propios alzamientos con el objeto de abrir varios
62
frentes. Establecer una forma de comité militar unificado. Sólo
de esta manera forjaremos bases suficientes a fin de obligarlos a
negociar sobre términos menos duros, como por ejemplo, sentar
en principio la prohibición absoluta de que las tropas suban a la
Pampa e interfieran en el arreglo de los problemas
específicamente laborales. Esto es lo esencial. A partir de ahí
todo puede discutirse. La coyuntura política es excepcional,
porque ha habido dos golpes militares en Santiago en los últimos
meses, y puede venir un tercero. Incluso se vislumbra una
división radical en la clase dominante por cuestiones de poder y
de dinero. El que entregue primero el cobre a los americanos
ganará una fortuna. Esto puede obligarlos a enfrentarse
empleando los monos de paja uniformados. Se me ocurre que un
par de éxitos nuestros los obligaría a encontrar soluciones
políticas. /
Los tres hombres bebieron. Dijo Llantén:
-Mira: los milicos tienen ametralladoras y cuando no
pueden controlar la situación, las suben y agujerean las Oficinas
y todo lo que ven en ellas. Incluso las cañonean como objetivos
de guerra.
-Expliqué- dijo Gregorio -que bloqueando la subida del
armamento pesado nosotros quedamos casi en igualdad de
condiciones. Total, lo único que hay en la Pampa, además de
injusticia, es dinamita. Las vías férreas que bajan a Iquique, a
Tocopilla y a Antofagasta, no son fáciles de reparar, porque
están pegadas a los cerros y en descenso. Una simple voladura
tumbaría sobre grandes trechos centenares de toneladas de
piedra, impidiendo el paso de los convoyes durante semanas,
incluso meses. Y no sólo bloqueamos la subida de las cureñas
sino la bajada del salitre a los puertos de embarque, lo que
significa la suspensión total de las exportaciones. Esto representa
apenas tres operaciones de sabotaje bien planificadas. Sin el
dinero del salitre este país se va a la mierda. Una burguesía en
63
crisis y sin dinero, no tiene más remedio que sentarse a
conversar un poco. Es así como veo las cosas.
-Yo creo difícil sostener una guerra en el Desierto por
largo tiempo- manifestó Críspulo.
-Lo que es difícil para nosotros es también difícil para
ellos. La ventaja nuestra es que estamos acostumbrados al calor,
al frió, a la altura y a las privaciones. No olviden que los
regimientos acantonados en el norte tienen reclutas traídos del
sur por cuestiones tácticas, como evitar, por ejemplo, que los
hijos disparen contra sus propios padres, o se nieguen a hacerlo.
Esa es también una ventaja, pues la Pampa es para aquellos
chicos un medio tremendamente hostil. Históricamente, a esta
técnica se la llama "mitimaes 1 ', y la inventaron los Incas.
-Muy bien. Todo eso está muy bien. ¿Pero qué haremos
para comer si la pelea se alarga mucho?
-Enviar a nuestras mujeres a los poblados indios de la
precordiliera. Allí hay agua, alimentos, refugio. La caballería no
puede combatir de la noche a la mañana en alturas de cuatro mil
metros o más. Los hombres y los caballos revientan en sangre al
menor esfuerzo. Necesitan un período de aclimatación. Nosotros
se lo haremos imposible. Luego hay que encontrar los caminos
bolivianos, la ruta que usan tos indios para bajar al mar. Hay
miles pero las tropas no los conocen. Nuestra situación es ideal
pues Marusia es la Oficina más retirada hacia el interior, esto es,
la precordiliera. En otro plano, una vez iniciadas las
escaramuzas, se nos deben sumar los aliados naturales.
Insistiremos que paren los navegantes, los portuarios, los
estibadores, los ferroviarios. Los que hayamos hecho el Servicio
Militar serviremos de instructores a nuestros camaradas. Hay
que preparar hombres capaces de convencer políticamente a los
otros Cantones que vacilen o demoren en plegarse a la lucha.
Pero para todo esto es fundamental la unidad. La unidad es más
64
importante que el agua, más fuerte que cien mil fusiles. Ese es
nuestro trabajo.
Otro vaso. Otra mirada calma hacia las calzadillas
enlunadas.
-No veo por donde hay que empezar- dijo Bakunín.
-Empezarán ellos- dijo Gregorio, -a nosotros nos toca
bailar con la música que pongan. Pero en este momento una
huelga es un error trágico, pues es lo que están esperando, y en
ese caso, quedamos de entrada ñiera de juego. Off side. Si
paramos, mandarán de inmediato sus contingentes para aplastar
la anarquía en el huevo. La huelga prematura pondría a las
empresas sobre aviso. La sola idea de soportar un paro de
semanas los vuelve locos. Son capaces de todo, y ellos ya saben
que la gente se acobarda por años después de una matanza.
-Propone.
Gregorio bebió largamente.
-Empiecen por convencer al resto de la directiva sindical.
-Con respecto a nosotros no tengas ninguna duda. Pero si
el compañero Soto no deja que la gente se mueva, no podrás ir
demasiado lejos.
-Al fin tocamos el problema- dijo Gregorio, con aire
amargo y un sombrío ademán. -¿Por qué no se movilizan ustedes
y le obligan a suspender el paro?
*****
Pero podemos decir que de alguna manera la historia de
Marusia estaba escrita. A las ocho de la mañana del día
siguiente, el Administrador llamó a Padilla, su secretario
particular, y le pidió un informe de las faenas. Padilla se limitó a
decir que todo el primer turno, salvo insignificantes casos
aislados, no se encontraba en tos frentes de trabajo.
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-¿Están en huelga sin preaviso?
-Yo creo que es lo que llaman "paros de advertencia",
señor,
-Llame a Gainza y pidale que prevenga a Iquique -ordenó
el Administrador, -usted sabe que si estos carajos paralizan las
faenas sin que nosotros reaccionemos, se desatará otra epidemia
de huelgas por toda la Pampa.
*****
Gregorio Chasqui movió la cabeza con desesperación
cuando se enteró de la orden de paro. Una pesada depresión lo
invadió mientras cavilaba mirando con fijeza los rieles vacíos
desde las alturas de la Torre de Control de Tráfico, y justo
debajo, los pequeños vagones caucheros paralizados sobre las
vías.
Más tarde, caminando en dirección del local sindical,
divisó a una pareja de Carabineros que salía por la puerta de las
caballerizas de la Tenencia cumpliendo sus ordinarios patrullajes
montados. Uno de los uniformados estaba diciendo al otro:
-Han metido la cabeza en el saco.
-¿Por?
-La Administración llamó a Iquique y va a subir el
Ejército.
-¡Mierda!- dijo el otro.
-Estamos cagados por haber nacido- pensó Gregorio
mirando sin expresión las ancas de los caballos que se
adentraban por una calleja. Y de pronto, sin comprenderse bien,
escuchó que dos lágrimas quemadoras le rodaban mejilla abajo
atronadoramente.
*****
66
-Soñé que tenía ¡as manos amarradas con un pañuelo
amarillo.
-¿Por qué amarillo y no rojo o azul, Gregorio?
-Los sueños son incoloros, uno sueña en blanco y negro.
Pero alguien me decía que el pañuelo era amarillo.
-¿Y te habían amarrado las manos?
-Me habían amarrado las manos.
■
*****
En el local sindical había un intenso calor combativo.
Domingo Soto, elevando la voz más que de ordinario, gritó:
-Repito para los que acaban de llegar: este es sólo un paro
de advertencia, compañeros. Siete de nuestros camaradas han
sido asesinados en dos semanas. La próxima vez vamos a parar
indefinidamente hasta que la Compañía garantice por lo menos la
vida de los que trabajamos aquí.
Una voz gritó desde el fondo de la sala, aludiendo a que
los dirigentes sindicales no tenían obligación de trabajar en los
Frentes:
-Aramos- dijo la mosca, parada en el cacho del buey.
Soto prosiguió impertérrito:
•Ellos han echado a andar otra de sus escaladas de terror
buscando aplastar la legítima huelga que se prepara en los
Cantones de Tarapacá, y que pueden seguir muy luego los de
Antofagasta. Nadie debe concurrir al trabajo ni hoy ni mañana.
Los compañeros tienen que abstenerse de provocar al persona)
administrativo o a las fuerzas del orden...
-¡Asesinos!
-...y permanecer en sus casas o en los Ranchos. Mañana
por la mañana habrá aquí una nueva reunión administrativa para
pasar revista a la situación general y dar cuenta de las
67
conversaciones que desarrollaremos en el día de hoy. Una
comisión dirigida por el que habla irá a parlamentar con la
Administración. Eso es todo, compañeros.
Entre murmullos y discusiones, el presidente continuó
examinando algunos papeles que tenia sobre la mesa. Los
hombres abandonaban la sala de reuniones. Chasqui, Llantén y
Frías subieron al estrado:
-Usted es un hombre bienintencionado- dijo Gregorio.
El presidente lo caló hondo, tratando de recoger la sombra
de esas palabras, lo que bogaba debajo.
-¿Por qué me lo dice?
-Porque cuando se trata de torcerle la mano al enemigo
uno no debe ser bienintencionado.
-Yo he terminado de conversar con usted. Nosotros
llevamos treinta años como dirigentes sindicales aquí en la
Pampa. Por eso rechazo terminantemente que me diga lo que
tengo que hacer.
-¿Quiere decir que acepta la responsabilidad de lo que
viene?
-Enteramente, como siempre. Nunca eludo mis
responsabilidades.
-Muy bien: el Ejército comenzó a subir esta mañana desde
Iquique al mando del capitán Gilberto Troncóse», la "Hiena de
San Gregorio".
-No se lo creo. El Ejército no tiene motivos para intervenir.
-Nunca los ha necesitado. Simplemente quieren estirar las
piernas y sacarle el polvo a los gatillos. Hace cuatro largos años
que no "palomean" a nadie.
El presidente Soto entró en un estado de ebullición, más
que nada porque notó la expresión tirante en los rostros de sus
compañeros sindicales Bakunín Frías y Críspulo Llantén.
-¿Y qué mierda quiere que haga? ¿Que me esconda?-
gritó de repente.
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-Exacto- dijo Chasqui, -para que pueda dirigir el sindicato
y no dejar abandonados a tantos compañeros que creen en usted.
¿No se da cuenta que lo meterán preso y que se lo llevarán a
Iquíque para descabezar el Sindicato?
*****
■
Entre las costumbres más viejas del salitral figuran los
"Mítines de los Pilones". Estos mítines consisten en lo que se
describe a continuación:
Poco después de las nueve de la mañana del primer día de
paro, las mujeres salieron como de costumbre de sus casas para
lavar la ropa. En Ma rusia, como en las otras Oficinas, ciertas
calles más anchas estaban divididas a lo largo por pilones de
cemento destinados al aseo colectivo. Las mujeres marcharon
allí con sus robustos canastos sobre la cabeza y los cabellos
atados con un pañuelo de colores muertos. En los pueblos
salitreros actuales, vivos o difuntos, pueden verse todavía los
pilones. Mientras se desarrollaba la aberración del lavado a
coyuntura limpia, a hueso, a ropa zurcida y oscura que regresaba
del agua, blanca, nevada, reluciente y zurcida, se adoptaban
importantes acuerdos entre las lavanderas. Bajo la presión de
situaciones conflictivas -ocupación cantonal por tropas de la
marinería o del Ejército, huelga, discusión del Pliego Laboral
anual-, la presencia de las mujeres en los pilones equivalía a una
verdadera asamblea. Después de mucho preguntar sabemos
ahora que no pocos hombres eran en principio renuentes a
comprometerse en las huelgas del salitre. En tales caso, las
mujeres, terminando el lavado de la ropa y las discusiones,
cogían sus amplios canastos, regresaban a sus casas, encaraban
a sus maridos y decían:
-Mira: si no vas al paro no comes.
69
O tal vez:
-Nadie te va a atender en esta casa mientras no cumplas
con tus deberes.
El castigo podía llegar incluso, más allá de la simple
negación de la comida: la corriente de la ley del hielo
desembocaba a veces en el lecho, de tal manera que el hombre,
acosado en dos frentes de primera magnitud, terminaba por
levantar bandera blanca, aunque no entendiera nada de política,
como se decía hasta hace muy poco en muchos hogares
enclavados a lo largo de todo el territorio nacional.
Selva Saavedra era la mujer de Gregorio Chasqui. Se
toparon una vez en Puerto Montt, tres mil kilómetros al sur del
país, donde ella hacía clases en la escuelita de una localidad
campesina, pues Selva era maestra primaria. De pelo negro, ojos
negros y dientes blancos, Selva descendía por linea directa de
Rosario Ortiz, la legendaria periodista-guerrillera que combatió
a caballo, al mando de José Miguel Carrera Fontecillas -hijo del
precursor de la Independencia de Chile- en el llamado Decenio
Ardiente, entre 1850 y 1860. Ese pasado insurgente de su abuela
era en Selva un presente muy vivo; digamos, el complemento
natural de Gregorio Chasqui. Selva fue quien alertó a las mujeres
acerca de la situación angustiosa que vivía Marusia. Con los
caballos policiales patrullando las callejas, a sus costados y a sus
espaldas, ellas discutieron la situación.
-Mañana o pasado mañana tendremos las tropas por acá-
dijo Selva en voz baja, sin alzar los ojos ni torcer la cara, a la
mujer que lavaba sobre su derecha. En un minuto la información
se hizo rectangular, dio la vuelta completa al pilón, pasó al pilón
vecino, recorrió como un rápido susurro la hilera de orejas
concentradas en torno del agua.
-¿Qué hacemos?- preguntó una boca. .
La pregunta era también giratoria.
70
-Convencer a los hombres que viene una guerra y que
deben prepararse y colaborar para que no los maten como a
bestias otra vez- dijo Selva.
-¡Otra vez!- exclamó una boca torcida por la rabia.
-Otra vez- corroboró Selva. -Necesitamos voluntarias-
añadió en seguida, recorriendo la hilera de ojos bajos, clavados
en la ropa que escurría su agua negra, -para un trabajo
peligroso.
-Diga no más, señora maestra.
-Sólo lo sabrán las voluntarias. Es preferible que vengan
por el momento las que no tienen hijos. Esta noche en mi casa.
Entren por la puerta del fondo, de dos en dos.
-¿Y el resto?- preguntó una cuarta boca. -¿Qué hará el
resto?
-El resto hará lo siguiente: juntará toda el agua posible, en
todos los tachos que tenga a mano. Hay que empezar ahora
mismo. Luego, comprará todo cuanto se pueda en la Pulpería,
sobre todo frijoles, arroz, harina y fósforos.
-¿Fósforos?
Selva movió de nuevo sus ojos carbones por el grupo.
-Para encender las mechas de la dinamita- dijo, estrujando
un último manojo de tela. -Ah: mañana por la mañana, a primera
hora, están todas citadas aquí mismo, porque tenemos mucha
ropa que lavar.
*****
Esa misma mañana Domingo Soto y el resto de la
directiva sindical no fueron recibidos en la Administración.
Alrededor de las once vieron salir del despacho administrativo al
teniente Bertoldo Gainza, que cruzó por el centro del grupo sin
desearles siquiera un malhumorado buenos días.
71
*****
En cambio, lo que el presidente del Sindicato y sus
compañeros vieron, no tenía nada de tranquilizador: algunos
empleados trasladaban desde el edificio y hacia un lugar que no
pudieron precisar, gruesos portafolios, presumiblemente el
archivo privado de la Compañía. Alguien comentó que era para
evitar que se quemaran con los futuros incendios, pero Domingo
Soto no oyó nada.
*****
Al mediodía, en casa del Administrador, se registró una
nueva reunión. Los rostros estaban tensos, como es natural, y
hubo pocas palabras. Quizás las más significativas las pronunció
el subadministrador, segundo jefe del Campamento:
-Hay que requisar todos los víveres disponibles y
trasladarlos a la Casa del Directorio- ordenó.
-Justo- dijo el Administrador. -Además, recomiendo no
separarse de sus armas. El teniente Gaínza acaba de firmar una
autorización para que los empleados puedan portar las suyas. Lo
de Jones no debe repetirse- agregó al pasar, pensando sin duda a
Andrew Jones, subadministrador de "San Gregorio", muerto a
puñaladas junto al teniente Argandoña, apenas cuatro años antes.
*****
-Gregorio, abre la ventana.
-¿Cómo?
-Abre la ventana.
-Hace un frío de los rediablos, Selva.
-No importa: abre,
72
Gregorio descorrió el cerrojo y levantó la parte inferior del
ventanuco corredizo. A través de la persiana llegó una voz
distante, temblorosa, opaca, transida, que entonaba los versos de
la canción de todos:
Canto a la Pampa la tierra triste
*****
•
La mayor parte de los hombres permaneció en los
Ranchos bebiendo en silencio.
En Marusia no existió más pasatiempo que el vino. Por la
época de la matanza, el teatro había dejado de funcionar, no
llegaban periódicos, el cine era una lejana fascinación, nadie se
había ocupado nunca de construir instalaciones deportivas y una
biblioteca era enteramente impensable para la Administración,
que estaba muy consciente de lo que significaba dilapidar fondos
en la cultura.
El día que siguió al anuncio de la llegada de tropas, una
recua de mulos cargadas con frutos y hortalizas del Valle de Pica
-uno de los poquísimos oasis del Desierto- apareció por la punta
de la calle principal y endilgó rumbo hacia la Pulpería. Gregorio
y Bakunín discutían sendas copas cuando percibieron el tumulto.
Entonces dijo Bakunín:
-Compadre:¿ve usted lo mismo que ven estos ojos?
Gregorio frunció el ceño y ajustó la mirada.
-jCarajo! ¡Un arreo!- exclamó contento. La mañana
comenzaba bien.
Saltaron de sus sillas y se fueron a parar medio a medio de
la calle, encima de la cual funcionaba un sol inoxidable. Los
troperos detuvieron la recua con estentóreos gritos en aymará, y
saludaron cortésmente. Dijo Bakunín en voz muy alta:
73
-Bájense a remojar una conversación que queremos tener
con ustedes.
Los troperos consultaron sus tímidos ojos indecisos.
-Ni hablar más- dijo uno de repente, vencido por el
cariñoso recuerdo del vino: -Ustedes dicen.
Alinearon la tropilla en un costado de la entrada del
Rancho y penetraron al interior. Contaron que se habían
despejado los caminos hacia el sur, y que al parecer, la lluvia
estaba agotada, igual que en 1911.
-Digamos- agregó otro, precisando -el tiempo de las
lluvias. Al final, por acá siempre hay un día que comienza a
llover y un día en que la lluvia se acaba.
Un tercero observaba que por la cordillera seguía
nevando, y que los pasos, las abras y los portezuelos estaban
todos debajo de espesos cuerpos de nieve.
-Uy, hacía tanto tiempo que no llovía- repitieron mientras
mascaban despacio su vinito: -Desde 191 1 .
Ahí fueron enterados de lo que estaba sucediendo en
Marusia y resolvieron partir de vuelta sin apesebrar los mulos.
Gregorio tocó el brazo del hortelano que estaba a su lado y dijo:
-Apelamos a la conciencia de ustedes. Ya que no podrán
vender sus mercaderías, porque los Carabineros se las quitarán a
la salida, déjenla para los hijos de los trabajadores de Marusia.
-Fstábamos justo pensando venderlas en otras Oficinas-
reveló pensativo el hombre.
-Lo veo difícil, chango. Todo el Cantón será asaltado
mañana o pasado por los militares. No tienen tiempo de llegar
más lejos. Vale la pena que descarguen y se vayan porque
también ustedes están arriesgando su resto de pellejo.
Los troperos volvieron a cruzar pupilas. Revisaron
lentamente aquellos rostros que los rodeaban, con sus ojos
pequeños y profundos, pero sólo vieron otros ojos francos y
abiertos que los miraban sin pestañear.
74
-Si llevas tu carga a la Pulpería- remató Gregorio -estarás
entregando provisiones a nuestros verdugos, o sea a los tuyos,
sin contar con que esta vez no te darán un puto peso.
-Estará de Dios, pues- suspiró uno, al final, con
resignación, escupiendo en el suelo. Raspó la dura costra
terrestre -que era el piso del Rancho- con su chala de esparto.
Sonrió a Gregorio mostrando los escasos dientes aymaracs: -Sólo
que pongan otras pocas botellitas para que no nos duela el frío
de la vuelta- dijo.
*****
Entre las medidas de débil defensa que los acontecimientos
estaban imponiendo apenas pudieron ser cumplidas algunas. En
las viviendas obreras se acumuló el agua precariamente. Remigio
Albornoz fue encargado por Bakunin para indicar a las
compañeras métodos destinados a racionalizar su consumo.
-A lo mejor todo va tan rápido que no vamos a necesitar ni
un vaso- dijo Remigio con optimismo -pero es mejor prevenir.
Los asnos fueron descargados y sus canastos vaciados en
distintas casas ubicadas muy al interior del sector obrero del
Campamento para asegurar su protección. Era todo cuanto
podían hacer. Gregorio pensaba que el tren subiría con ios
soldados por lo menos a media tarde del día siguiente, y, dado el
rápido poder de deterioro de la dinamita, que suda mucho con el
calor y se malogra con el agua en menos de un día, había
previsto volar el tren militar preparando la carga esa misma
noche. Para ello tenia que ejecutar la operación lo más lejos
posible del Campamento, a unos catorce o quince kilómetros,
calculaba, lo que en los hechos representaba recorrer esa
distancia con más de veinticinco kilos de explosivos al hombro.
Por todo esto fue una sorpresa y una confirmación, al
mismo tiempo, de sus temores, el percatarse que, faltando cuatro
75
minutos para las cuatro de la tarde de aquel día aciago, el primer
soldado de la tropa comandada por Gilberto Troncoso -el
carnicero capitán de Ejército condecorado en "San Gregorio" -
cruzaba la ancha puerta principal de Marusia echando por tierra
la última veleidad de organización y de autodefensa.
*****
Se dijo que el capitán Troncoso era uno de aquellos
hombres que a la vista de la sangre remojaba los labios con la
lengua, como en presencia de un bastardo plato apetitoso. En
"San Gregorio" dirigió personalmente el asalto al Hospital
después de las escaramuzas del primer día y, como todo
ortodoxo y ejemplar oficial chileno, fiel a las más conspicuos
principios de su tradición prusiana, exterminó a todos los heridos
ordenando a sus hombres que emplearan las culatas para ahorrar
municiones. La balacera del día anterior había postrado allí por
lo menos unos trescientos heridos, entre hombres, mujeres y
niños. Los sesos volaron por el aire y un penetrante hedor a
matadero, a golpeada sangre amarga, a mucus resbaladizo
inundando todo los rincones, descompuestos por el calor, fue el
saldo del bautismo de fuego del entonces teniente Troncoso.
Después combatió heroicamente en las callejuelas del
Campamento contra las mujeres, los ancianos, los niños y los
heridos que huían desarmados, y terminó su faena practicando
un deporte inventado por los oficiales desde el siglo anterior,
hecho a la medida de su vocación: el "palomeo de rotos". Para
los que lo hayan olvidado o fingieran no saberlo, el "palomeo"
consiste en obligar a un tipo a cavar su propia tumba antes de
ser fusilado. El cuerpo acribillado describe una graciosa
voltereta en el aire y luego cae en el interior de la fosa. Hasta los
adolescentes tuvieron que abrir su pequeño y sombrío socavón
76
para que los oficiales -pues se trata de un deporte reservado a la
oficialidad- les tiraran encima haciéndolos palomear
cómicamente y caer en seguida de bruces o de espaldas,
desmadejados y unánimes. El capitán Gilberto Troncoso
marchaba ese día a la cabeza de sus tropas. Sólo la intervención
de un mayor de apellido Rodríguez impidió que, en lugar de unos
cuantos centenares de personas, apenas, liquidara a todo el
Campamento de "San Gregorio".
-¡Hay que vengar al teniente Argandoña!- era su grito de
guerra.
Aparte de las numerosas notas de felicitación que recibió
por su comportamiento, entre ellas del propio presidente de la
República Arturo Alessandri Palma, y de su entonces Ministro
del Interior, el joven maestro Pedro Aguirre Cerda, que
dieciocho años más tarde ocuparía la primera magistratura de la
Nación, Gilberto Troncoso cosió en su guerrera los galones de
capitán. Desde aquel día su especialización militar estuvo
definida: experto en el control y des man te i amiento de las
organizaciones sindicales de La Pampa salitrera. Gregorio
Chasqui recordaba bien a Troncoso. Por ello no pudo reprimir
un violento calofrió de espanto cuando divisó la gallarda silueta
del centauro, que venia caracoleando en su caballo, lento y
orgulloso, impasible y soberbio, dibujando su danza de la muerte
por el centro de la calle principal de Marusia. Parecía un ángel
extremadamente bello, uniformado y armado hasta los dientes.
■ *****
El poder de decisión del capitán Troncoso fue colosal y
admirable su modo prusiano de resolver las cuestiones más
espinosas. Sin entrevistarse con nadie, sin adelantarse a saludar
a sus patrones gringos, sin siquiera afeitarse, ni quitarle el polvo
77
a sus botas, ni siquiera comandar su primer whisky en la Pampa,
ordenó la acción inicial de hostigamiento, para poner las cosas en
su justo lugar, según reconocería más tarde. Los treinta soldados
de Troncoso que constituían la avanzada de la tropa en camino,
llegaron -dijimos- faltando cuatro minutos para las cuatro de la
tarde. A las cinco, sobre los pies rugosos del único pimiento de
la plaza de Marusia, yacían los cadáveres acribillados de cuatro
hombres. Se trató de un fusilamiento sumario en lenguaje militar,
lenguaje que, como sabemos, se excreta y se garabatea a sí
mismo con absoluta independencia de toda cláusula moral y
legal, de toda barrera racional. El raciocinio y la mesura no
forman parte del bagaje intelectual de un soldado. Si es que lleva
en alguna parte un bagaje intelectual. Correspondían los cuerpos
a las identidades de cuatro trabajadores que Troncoso encontró
en el interior del local sindical, jugando tranquilamente a las
cuartas.
-Fue la primera movida de ablandamiento- diría también.
Acto seguido, ordenó que toda la directiva sindical se
presentara a más tardar a las seis de la tarde en la Casa del
Directorio, donde proyectaba fijar residencia mientras durara la
pacificación de Marusia. Para el resto de ¡os trabajadores ordenó
toque de queda a partir de las siete de la tarde, con prohibición
absoluta de circular. Hizo una excepción significativa con los
Ranchos, donde podrían permanecer hasta las diez horas. Los
turno de trabajo por la noche quedaban suspendidos.
Una vez concluido el primer cuadro de su espectáculo, el
capitán Troncoso se entrevistó con el teniente Gaínza y escuchó -
finalmente- el primer informe de la situación.
-Mira- dijo Gaínza chocándole la copa -acá pasa algo
extraño. Toda esta peste de directiva sindical que maneja un
viejo cabrón demócrata llamado Domingo Soto no sirve para
nada. Me parece gracioso pero erróneo que los estés fusilando,
porque sospecho fundadamente que son ellos los que están
78
parando a los calicheras para que no arriesguen un
levantamiento en gran escala.
Troncoso parpadeó deslumhrado.
-¿Quién es entonces el enemigo?
-No lo sabemos. El problema es que todavía no pasa nada
realmente interesante, pero si hueles hacia abajo, hacia el Barrio
Obrero, podrías percibirlo. Es algo completamente indefinible y
sin embargo está allí.
-¿Va la huelga del Cantón?
-Eso está O.K. desde hace dos meses. Con mayor razón
ahora, luego de tu rundida de fin de tarde.
-Mi método- comentó Troncoso, transido de buen humor.
-Viejo, te conozco como si te hubiera parido, pero
volvamos a la cuestión de la huelga. Todo eso se reactivó hace
un mes, cuando la Administración les obligó a meterse el Pliego
de Peticiones por el culo. Lo esperaban y no obstante se los ve
danzando en la cuerda floja. No saben muy bien qué hacer.
-Las huelgas son nuestro asunto- aclaró el experto social
que tenía al frente. -¿Cómo viene la mano?
-Supongo que proyectan parar todas las oficinas del Alto
de San Antonio, empezando por Marusia y arrastrando después
a 'Tres Marías", "Argentina", "Pontevedra", "Felisa", "Santa
Lucía", "Santa Laura", "San Pablo" y "La Corufia".
-¿Cuál ha sido tu respuesta?
-Muy sencilla. Les hemos armado el show que ya conoces.
Aquí murió un gringo hace tres semanas, de muerte natural.
Estaba más cocido que las patas del correo del zar y se abrió un
boquete en la amura derecha.
-¿Entonces?
-Lo cargamos en la cuenta de un tipo cualquiera a quien
aplicamos después el arte de la fuga. Yo sigo instrucciones-
clamó Gaínza, atajando con las manos extendidas y abiertas la
irónica expresión que campeaba en el rostro de Troncoso.
19
-Luego ellos mismos han ido metiendo poco a poco la
pendeja cabeza en el bozal- insinuó el capitán, sin darse por
aludido.
-Por supuesto. Mataron a dos de mis hombres y nosotros
hemos seguido tirando la cuerda. Pero me corto una bola si esta
vez no pisaron el mojón. Aprovecha el paro de advertencia que
comenzaron hoy día, porque con eso los tienes en el bolsillo-
aconsejó.
-¿Cómo?
-Mete presa a toda la directiva sindical y mándala a
Iquique. Sácala de aquí ahora mismo. Ese es un motor conocido
e ineficaz.
-No veo ni mierda en lo oscuro- dijo Troncoso lamiendo ei
borde de su copa antes de zamparse el contenido, -¿qué quieres
decir con eso?
-Que entonces el verdadero motor que está funcionando
en Marusia tiene que dejarse ver. Es ése el que nos interesa.
*****
-Usted tiene el aspecto de un ángel, pero de un ángel
funesto, como todos los ángeles- dijo Mariana Die, la mujer del
Administrador, que en Inglaterra, su patria, había sido siempre
una oscura María Nadie; ahora, en el Desierto de Tarapacá,
rutilaba como la flamante Mariana Die, fulgurando, pues en el
país de los cuartos, el medio es rey. -Ya sabe que los ángeles
sólo traen y llevan las malas nuevas, las amenazas y las guerras.
¿Leyó alguna vez la Biblia?
-Ninguna de las diez. Yo no cometo errores.
El capitán Troncoso la miró con escrutante impertinencia
mientras bebía. Una luz delgada brillaba en sus pupilas, pero se
trataba de una luz que Mariana no podía percibir.
80
-¿Diez?- preguntó. -¿Hay diez Biblias?
-Probablemente más- dijo Troncoso -pero lo que sí es
cierto es que los ángeles son guerreros a los cuales la pintura
puso alas y disfrazó de querubines.
-Qué pintura.
-No la de las paredes ni de los cielorrasos. ¿Sabe usted
que hay gente que pinta cuadros?
-Supongo que lo sé. No estaba pensando en eso ahora.
-¿Y en qué piensa usted ahora, se puede saber?
-En el ahora. Soy una mujer muy práctica.
-¿Y el ahora es para usted qué cosa?
-Usted.
-Ya veo- dijo el capitán cambiando la posición de sus
piernas. -No se le escapa nadie.
-Al contrario. Casi no retengo a nadie. Hay gente
totalmente aburrida en el mundo, excepto los que matan.
-¿Y usted cree que yo mato?
-Me bastó mirarle las manos y el temblor de los labios
cuando pronunció la palabra "guerreros".
-Evidentemente- dijo el guerrero.
-¿Cuál es su arma predilecta, capitán? v
El capitán Troncoso repuso con inaudita insolencia:
-La bayoneta calada.
Mariana Die hizo como que pensaba en eso. Verificó
ciertas asociaciones latentes en el desafio. Murmuró convencida:
-Muy excitante.
-¿Qué cosa?
-La penetrante simplicidad de sus gustos.
Ahora se paseaba por la sala ondulando, o tal vez,
ondulaba en la sala caminante. Vieja bailarina en acecho, no
escatimaba a la vida ciertos pasos de baile que la conducían
rectamente al lecho y adornaban la trente del inglés con una más
que cargada cornamenta, cosa que a semejante ejemplar no
intimidaba ni menoscababa para nada. "Ai contrario -decía con
británico pragmatismo- toda amistad es un negocio". Lo que
para un chileno es el insulto. (En fin, a veces). El capitán aflojó
la presión sobre su copa abandonándola un rato encima de la
chimenea. Es bien sabido que los chilenos, de capitán a paje,
beben como bestias. Entreabrió su guerrera, sintió calor, miró. El
nutrido fuego crepitaba de verdad. Crepitantemente.
Chisporroteantemente. Chilenamente. Inglésmente.
-¿Por qué los ingleses ignoran el arte del amor? Han
tenido siglos para ponerse al día.
-Yo soy inglesa y no lo ignoro,
-Me refiero más bien a los machos, a esos que hacen la
guerra o la política y siempre terminan incorruptiblemente
engañados. No hay inglés que piense verdaderamente en la
cama como un regalo de la noche sino como un asunto. Lo dicen
ellos mismos. Al final, ellas comprenden y terminan huyendo. En
todo caso, las inglesas parecen más perspicaces que los ingleses.
-Querido amigo, no confunda los sexos. El hombre es
siempre local, la mujer es universal. Desempeña su papel. Si no,
¿qué estarla haciendo usted aquí?
-Qué sorprendente- dijo Troncoso: -una chimenea ardiendo
en el Desierto, donde siempre se creyó que estaban los cuarteles
generales del sol.
-Es por el frío de las noches que la encendemos, y
también, porque el fuego es siempre bello- repuso Mariana.
-Y más que necesario para quien duerme casi a menudo
solo- agregó el osado.
-Si se porta bien- musitó ta bella, ondulando entre una
copa y la siguiente, con voz lisa y monótona, acostumbrada al
vértigo imperfecto, extendiendo su mano hacia el abrevadero
inconfundible -puede que una de estas noches reciba visitas
fantasmales.
-¿Rubias?- preguntaron.
82
-En la obscuridad desaparecen los colores y las razas- le
recordaron sobriamente bebiendo -porque entonces resaltan los
otros atributos: esos que ignora el día.
*****
Seis dirigentes sindicales se presentaron ante el capitán
Troncoso. Los encabezaba el presidente del Sindicato. Aquello
fue muy breve. El capitán tenía el raro don de la presteza. Los
miró fiero y largo y vio ante sí los rostros tostados, cansados,
cenicientos, pampinos, de los pampinos. En esos ojos, que lo
clavaban hondo, podía leer claramente un odio acumulado,
generalizado, que parecía brotar desde el unívoco fondo del
tiempo, desde ei recóndito socavón de una prehistoria, de una
protohistoria, de una uitrahistoria, de una infrahistoria jamás
excomulgada del recuerdo. El odio vivía allí dentro. Pensando en
eso, descubrió al mismo tiempo que sus propios ojos no miraban
con odio, sino con desprecio. Eran dos sentimientos diferentes, y
el primero, una consecuencia irrevocable del segundo.
-Ustedes saben- comenzó -que desde que asesinaron al
teniente Argandoña toda esta región está en cierto modo bajo un
régimen de guerra larvada.
Inmediatamente Domingo Soto aclaró:
-Nosotros no matamos al teniente Argandoña.
-No le he preguntado nada- dijo fríamente el capitán.
Paseó sombrío por el cuarto con las manos enlazadas a la
espalda. Concluyó por sentenciar:
-El paro que ustedes propiciaron los coloca directamente
bajo la jurisdicción de la Justicia Militar. Justicia Militar en
tiempos de guerra- previno. -Por lo tanto, quedan arrestados de
inmediato y serán ejecutados, luego de un juicio sumarísimo,
mañana por la mañana.
Un pesado silencio cruzó a su vez la habitación espaciosa.
-¿No tenemos derecho a un juez?- preguntó alguien.
-Yo soy el juez.
-¿Y a un abogado defensor?
-No es necesario, la sentencia es inapelable.
Otro silencio se escurrió detrás del primero. El presidente
del sindicato había inclinado la cabeza ensimismándose» pero la
levantó muy pronto.
-¿Puedo decirle algo?- inquirió.
-Puede. Sea breve.
-El uniforme que usted viste ha sido comprado con nuestro
trabajo. Nosotros hemos levantado la casa en que usted vive, el
colegio de sus hijos, el hospital que le salva la vida, los clubes
sociales de sus socios y distracciones, los libros...
-Nunca he abierto un libro.
-Y todavía más: con nuestro trabajo han sido compradas
las armas que ahora nos pone en el pecho. ¿Le parece justo?
-Puede que no sea justo -Troncoso no perdía un ápice de
calma- pero de lo que estoy seguro es que ustedes están
obligados a hacerlo. Si usted fuera oficial de ejército diría
exactamente lo mismo.
-Jamás vestiría el uniforme en un sistema como éste- dijo
Soto.
-No soy yo el inventor del sistema- el capitán hablaba en
tono paternal ahora, -cuando nací todo esto existía como lo ve. A
mí me educaron para defender lo que ya estaba y en eso me
gano la vida. No me pida otra cosa. Ya ve que soy honrado
desde mi punto de vista, como quizás lo es usted desde el suyo.
Por lo tanto ustedes son mis prisioneros y me corresponde
disponer.
-¿Cree acaso que siempre va a disponer?
-Ese día no ha llegado todavía, está muy lejos.
84
-Nosotros hemos llamado a un simple paro de advertencia,
no a una guerra.
-He ahí el error,- observó el capitán -para mí vuestra
lucha de clases es una guerra de clases. Hay que llamar las
cosas por su nombre. Por eso, en su lugar, jamás lanzaría un
paro de advertencia.
-¿Y qué haría entonces en nuestro caso?- Soto quería
parecer desafiante, y sin embargo se hallaba secretamente
aterrado, deslumhrado, enfermo por la revelación que presentía.
.-Si no estuviera contento con mi vida haría una
revolución- dijo Troncoso, ahora grave y duro, -pero yo estoy
contento con mi vida, no necesito liquidar este sistema pues este
sistema me conviene perfectamente.
Levantó la mano señalando que el grupo debía ser
conducido a su lugar de cautiverio en espera de la madrugada.
La justicia ha precisado que los hombres deben ser fusilados al
alba, jamás ante el tranquilo crepitar del crepúsculo.
Probablemente para que no se confundan ni se enreden la sangre
de los hombres y la sangre de los días.
*****
Gregorio pasó por la plaza y desde lejos miró el pimiento
solitario a cuyo pie reposaban despaturrados los cuatro muertos,
lo logró identificarlos, pues la distancia era considerable. En
todos los costados de la plazoleta había piquetes militares.
Algunos soldados le miraron pasar alertándose un poco -pues
todo el mundo parecía estar sobre el quién vive- pero después no
movieron un dedo pues no les pareció sospechoso. Con su
casaca de cuero, su gorra con visera, sus botas de media caña,
tenía el aire de un inofensivo empleado o técnico de medio pelo.
85
Treinta hombres -dijimos- constituían la vanguardia de
Troncoso. Gregorio Chasqui contó veinte apostados en la plaza.
Otros cinco vigilaban la Casa del Directorio, y ahora se
esforzaba por determinar la ubicación de los otros cinco.
¿Durmiendo? La dotación policial era todavía de veinte hombres
más, pero el conocía perfectamente sus movimientos y los puntos
que patrullaban de preferencia: en particular, las callejuelas o
calzadillas en que se encontraban los Ranchos, numerados del
uno al veinte, no tanto para controlar los eventuales subversivos
que allí llegaran, sino porque, con discreción y comodidad,
podían proveerse en ellos de aguardiente para acortar la noche y
combatir el frió. En la Pampa, como en todos los desiertos del
mundo, la temperatura suele descender a menos cinco o menos
diez grados por la noche (y subir luego, en el día, a más de
treinta y cinco o cuarenta grados, como en todos los desiertos del
mundo). Pero estas observaciones indicaron a Gregorio que tres
cuartas partes de Marusia se encontraban desguarnecidas.
Pasaba ahora ante el majestuoso y polvoriento frontis del
Teatro de Marusia. Como sabéis, todas las Oficinas salitreras de
alguna importancia tuvieron su teatro a comienzos de siglo.
Gregorio consideró las tres arcadas, los tres pisos, las dos
tórrelas laterales y los anchos ventanales con cierta nostalgia.
Dobló pegándose al costado de la construcción. En años
recientes, todavía, pensó, los teatros pampinos mantenían una
febril actividad y gente verdaderamente notable había pasado por
allí: el arpa de Nicanor Zabaleta, la soprano Amelita Galli-Cursi,
los tenores Enrico Caruso, Beniamino Gigli, Tito Schipa, Jussy
Bjoerling, las compañías españolas de zarzuela y otros solistas
de gran renombre. La mayor parte de ellos jamás actuó en la
capital de la República -Santiago de Chile-: sólo la opulencia
salitrera podía pagar espectáculos semejantes. Gregorio
recordaba perfectamente la noche en que la Galli-Cursi,
pasablemente borracha, abandonó el Casino del Directorio para
86
dirigirse a sus habitaciones -en la Casa del Directorio-
acompañada por un rudo patán también ebrio que hacía las
veces de Director Artístico de la Oficina. Gregorio estaba
convencido, después de oler el perfume de la diva y oír sus
ruidosas carcajadas, llenas de calenturas italianas, que más le
hubiera valido agarrar al último pampino de un turno de la
noche, porque ésos sí podían amanecer fornicando para ahogar
un viejo síndrome de carencia jamás transfigurado ni destituido
ni transferido. No hay como la soledad para saberlo y ellos eran
la soledad absoluta soñando con todo lo inalcanzable.
La agitación social en la Pampa, hacia fines de la década
de los veinte, y el perceptible colapso salitrero que se perfilaba
en lontananza, y que culminaría en 1929, no permitieron más
este tipo de distracción, al cual tenían acceso -paradoja! mente-
todos los pampinos, encabezados naturalmente por los jefes y sus
familias. Asi, una generación o dos de jóvenes vates de aquel
entonces, como Pablo Neruda, Vicente Huidobro, Pablo de
Rocka, Gabriela Mistral, César Vallejo, Alfonsina Storni, Arturo
Sabat-Ercasty, Delmira Agustini, Jorge Luis Borges, Amado
Ñervo, jamás oyó personalmente a Caruso, lo que, por contra,
era un privilegio hasta del más humilde de los trabajadores
cahcheros. Para entender a los chilenos hay que comprender
bien ciertas facetas de su historia, oculta: no son tan imbéciles
como comúnmente se cree, aunque algunos de ellos consideren
una picardía que se los tome por tarados.
La vetusta estructura del Teatro de Marusia, a causa de
esta repentina inactividad, fue cubierta por telarañas, como el
sexo de una vieja doncella. Sus cortinajes pesados se apolillaron,
la fina madera de sus escalinatas se pudrió, se deterioraron sus
tramoyas de una manera total. Era un hecho inconcebible, pero
un hecho, que ni la lírica ni el teatro volverían a pasar otra vez
por allí. A causa de todo esto, Gregorio estimó que constituía el
refugio ideal: tan muerto estaba el Teatro que era la última
87
covacha de Manís ia donde a alguien se le ocurriría buscar. Por
lo demás, buscar allí no era cosa fácil. Como todo teatro que se
respete, el Teatro de Marusia tenia subterráneos, sombríos
pasajes, múltiples habitaciones, inhóspitos desvanes, gráciles
escalas metálicas de caracol, pulpitos penumbrosos, húmedos
escondrijos, sólidos camarines (capaces de soportar las pruebas
de voz de Caruso), e incluso, pequeños cuartos destartalados
ahora, en los que reposaron junto a su vino los célebres artistas
exhaustos entre dos funciones. Un cuidador había sido mantenido
durante tres años, cuando se canceló la vida activa de la
construcción. Como nadie robó nunca un cortinaje, una peluca,
un bastón, un fragmento de tramoya, la Administración decidió
ahorrarse ese salario, y sólo encomendó su resguardo a las
patrullas policiales que de tarde en tarde cruzaban por el
exterior.
Desde esa misma noche, el Teatro de Marusia se
transformó en el cuartel general de los comandos de Gregorio
Chasqui, integrados originalmente por Selva Saavedra, Bakunin
Frías, Guacolda Castellanos, Críspulo Llantén, Remigio
Albornoz, y el propio Gregorio. A ellos se agregarían otros en
tos días venideros. El edificio estaba completamente agujereado
por pequeños pasajes oscuros, salvo en la entrada frontal, que
daba sobre la plaza. Eso facilitaba enormemente el ingreso sin
que nadie pudiera percatarse.
Esa tarde, pues, Gregorio empujó la puertecílla de hierro
por donde antaño se extraía la basura, una puerta pequeña,
mohosa, endurecida, casi invisible, ubicada en el trasfondo, y
descendió a los lóbregos vericuetos sin iluminación del
subterráneo. Los demás se encontraban ahí. Hay jefes artificiales
y jefes naturales. Gregorio fue un jefe natural.
-Estamos atollados por el momento- manifestó,
considerando con ojos cansados, trasnochados, el sob recogedor
y extraño cuarto, atiborrado de máscaras, vestiduras, pancartas,
88
utilería, tiempo. -Fusilaron sin sumario a cuatro compañeros que
jugaban a las cartas en el local del Sindicato, y según se
comenta, mañana harán lo mismo con toda la directiva sindical.
Soto y otros cinco dirigentes se entregaron. Menos mal que ellos
no conocen el número exacto de los dirigentes, y por eso
pudieron sumarse a nosotros, aquí y ahora, Bakunin Frías y
Críspulo Llantén.
-Todo esto va a traer problemas graves- dijo Selva.
-Gravísimos- corroboró Gregorio. -Hay orden de volver
al trabajo a las seis de la mañana, pero no existe nadie habilitado
que lo comunique oficialmente a los camaradas, Ninguno puede
legitimar ese derecho, o sea que nos han tendido una maldita
trampa, porque nadie querrá romper el paro por su propia cuenta
y eso le dará a Gilberto Troncoso la oportunidad de comenzar el
quinteo.
-Veo una sola salida- dijo Bakunin.
-Exacto: nosotros.
-Nosotros- reafirmó Bakunin. -Si atacamos esta misma
noche estarán obligados a combatirnos. A partir de ahí, los
compañeros tienen sólo dos caminos: o se nos pliegan, o
abandonan Marusia llevándose a sus mujeres y sus hijos. Para
ese último caso, habría que encontrar un punto de concentración
fuera del Campamento, el cual podamos defender en las mejores
condiciones posibles, en lugar de atrincheramos solamente aquí.
-Hay una oficina abandonada cerca de "Pontevedra",- dijo
Remigio Albornoz.
-¿Cuál?
-Se llamaba "Isabela"- indicó Remigio -pero podemos
cambiarle de nombre dadas las circunstancias, y para que el
enemigo no conozca anticipadamente su emplazamiento.
-Bueno: un nombre- instó Gregorio. -Propongamos.
-Pongámosle "Recabarren"- dijo Selva. -Acaba de
traicionar a la clase obrera suicidándose, pero no podemos
89
ignorar todo lo que hizo en beneficio de ella. Además, ésta sería
la primera Oficina salitrera bautizada por los propios
trabajadores en toda la larga historia de la Pampa, sin contar que
es el más bello homenaje a uno de nuestros señalados muertos
recientes.
Fue así como nació la Oficina Salitrera "Recabarren", que
no produciría jamás salitre, sino algunos cuadros revolucionarios
que eñ un momento determinado de la historia de Chile,
pretendieron contribuir también a su escritura con una página
ejemplar.
*****
Todo plan involucra una dificultad. De ahí la necesidad de
proceder a la planificación de determinados actos. El plan de
Gregorio lo requería también. En primer término, no estaba claro
cuál podía ser el objetivo preciso del ataque. Se trataba, en lo
fundamental, de preservar las instalaciones y causar bajas
solamente entre los militares, aun con prioridad sobre los
Carabineros. (Siempre han sido más sanguinarios los militares).
Y esa noche los soldados estaban en la calle. Ninguno conocía el
lugar donde serían concentrados. Analizando los pro y los
contra, el grupo decidió esperar hasta el dia siguiente.
Cualquiera que fuese el resultado de un ataque los uniformados
iniciarían la réplica esa misma noche intentando sorprender a
todo el mundo en sus casas. Matarían sin asco y ellos tendrían
forzosamente la impresión de que el tiro les habría salido por las
culatas. Se pensó, en cambio, que si bien al dia siguiente eran
inevitables las ejecuciones, resultaba muy acorde con el estilo de
Troncoso proceder a un quinteo de los trabajadores, esto es,
fusilar arbitrariamente cinco, escogidos al azar, para provocar
una respuesta. Si todos los miembros del comando concurrían a
sus respectivos frentes de trabajo, podrían obtener una buena
90
fuente de información adicional y preparar, a partir de ella, una o
varias acciones de envergadura contra puntos vitales del
enemigo. Este, por la fuerza de ¡as cosas, en su segundo día de
permanencia en Marusia, debía reducir los contingentes de
patrullaje para hacer descansar a los hombres en tumos
rotatorios. Sintiendo el peso de ¡a fatiga, la tensión, la sombra
interminable de las muertes, la arena en los párpados, se
prepararon a dormir escogiendo tácticamente cuartos ubicados
en tos cuatro costados del edificio, para prevenir más de una
sorpresa.
*****
-¿Quién eres?- pregunta Gregorio, riendo.
-El fantasma de Rosario Ortiz- responde Selva, mientras
se mueve sigilosa por el cuarto, con el rostro cubierto por una
máscara y una arrugada corona de papel sobre (a cabeza.
-¿Rosario qué?
-Ortiz.
-Ah sí- dijo Gregorio. Pero era evidente que no había
comprendido. Al cabo de un rato, para salir del atolladero en que
estaba, preguntó:
-Qué hacía en la vida real;
-¿Quién?
-¿Rosario Ortiz?
-La guerrilla. Comenzó trabajando en periódicos
burgueses de Concepción, hasta que se cansó, saltó sobre un
caballo, empuñó una carabina recortada, y combatió durante
diez años a los pelucones, junto a José Miguel Carrera
Fontecilla, hijo del otro.
-Era de armas tomar.
-Era. Todo ese período se llama el "Decenio Ardiente". A
partir de ese nombre puedes imaginarte cómo fue la cosa.
91
-Aqui necesitamos gente como esa ahora.
-Por eso estoy contigo.
•Es cierto. No to había pensado-
Gregorio se sentía incómodo a causa de estos latidos de
humor en circunstancias tan penosas. Nunca sabía cómo
manejar situaciones semejantes, ni siquiera con Selva.
-¿Qué me has dicho que significa tu apellido, Gregorio?
-¿Chasqui? En quechua significa "Mensajero".
Arrojando la vieja corona de papel junto al espejo, Selva
dobló las rodillas y apoyó la cabeza en el desnudo pecho que
brillaba.
-Yo sé muy pocas cosas- dijo, -tendrás que admitir que la
mitad de mi vida la paso preguntándote.
-Yo no es mucho más lo que sé. Sólo a causa de mis
intuiciones puedo responderte.
-Lo que leemos no me basta. Tengo un hambre insaciable
de ver en la oscuridad.
-Es que somos pequeños y somos ciegos aunque seamos
ortiz al mismo tiempo. Saltamos de dolor en dolor como de
piedra en piedra y esto que resbala debajo de nosotros como un
arroyo es la vida.
Los cascos de un caballo repicaron en la calzadilla. Pero
fue un repiqueteo breve y distante. Se perdió en seguida.
-¿Nunca has tenido la impresión de que estás aqui para
cumplir una misión, una tarea? ¿Para dejar un rastro, una huella,
una piedra escrita?
-Siempre he creído que seré el que encienda los fuegos.
-El mensajero del fuego. Pero, ¿qué fuego?
-Un fuego especial, que algunos hombres alumbran cada
cierto tiempo a fin de que los demás puedan ver más claro desde
lejos.
-¿Escribiendo un libro, por ejemplo?
92
-Soy enormemente incapaz de escribir. Mi escritura está
en mis actos. Actuar es una forma de comunicarse. Si un día te
cuentan lo que he hecho, tal vez te estarán contando lo que de
otra manera pudiera haber escrito. En el fondo es lo mismo.
Aunque reconozco que el ideal profundo es escribir y actuar al
mismo tiempo.
-¿Y en qué consistirán tus actos, Gregorio Chasqui?
-No puedo decirlo ahora. Hay una mano que me tira del
pecho, de la conciencia, de la sangre, como si fueran cuerdas,
ligaduras, o como si en verdad debiera liberarme de las últimas
cuerdas, las últimas amarras. Siento que tengo algo que hacer,
pero no logro percibir claramente qué ni cómo. Y es ahí cuando
me topo con mi vida como si me topara con un nudo confuso, y
tengo que cerrar los ojos para adivinar cuál es el camino por el
que debo meterme.
-Es extraño- dijo Selva -pero acabo de darme cuenta que
nunca te había escuchado.
-Tal vez a causa de que no te he hablado nunca.
-O a causa de que no he comprendido nada.
-En todo caso, no deberás venir conmigo hasta el final.
-Y qué voy a hacer si yo te amo a ti y amo tu nombre y
me he dormido mordiéndolo cada vez que no estuviste.
-Ama lo que está brotando de mí como una rama nueva,
porque es mi resumen, mi fondo, mi sedimento.
Escuchando en el pecho que se quería almohada, Selva
musitó cerrando los ojos:
-Oigo tu corazón y es el mismo que amo y que me ama.
Lo reconocería entre millones de corazones sonando. Es un
corazón que depende de las selvas del sur de Chile y golpea
pausado y fuerte como un reloj en un bosque.
-Como un hacha en un bosque, querrás decir.
-El hacha de la guerra.
93
-El hacha de la cólera y de las desesperanzas. El símbolo
del hacha es más de lo que crees. El hacha representa la
destrucción de un bosque, es decir, de un mundo. Representa la
posibilidad de escarbar debajo del bosque, para encontrar lo que
verdaderamente había en él, para comprender verdaderamente la
substancia de su mundo. Selva, un bosque es un hombre, es
decir, un mundo.
Selva hundió de nuevo la cabeza en el pecho tan moreno y
dulce, atesoró los sonidos que fluían roncos de él pata
comprender verdaderamente la substancia de ese mundo, lamió
sus retumbantes, sus sordas estampidas y dijo:
-Tengo miedo. Tengo mucho miedo.
-¿Miedo del hacha con que nos defenderemos?
-Sí.
-Antes todas las hachas fueron enemigas y no lograron
detenerte.
-¿Qué es lo que ahora las hace buenas?
-La mano que la empuña, cabecita de trigos negros.
»****#
Sonó pues el primer disparo. Se trataba, según la
impresión inicia), de un arma pequeña, corta, de tos dulce, una
especie de ruido que por principio, no podía hacer daño.
Gregorio saltó de la cama y contempló la plaza por el mirador de
un vidrio roto. Desde lo alto del tercer piso del Teatro dominaba
todo un sector del Campamento de Marusia. En la plaza percibió
una sombra estirada en el polvo: la sombra de un soldado que
yacía junto a la cuneta de la calzadilla. Un piquete de
uniformados cruzó corriendo sobre el caído y penetró en la negra
boca de un pasaje del Barrio Obrero. Selva estaba ahora al lado
de Gregorio y ambos trataban de comprender lo que sucedía
94
abajo. Instantes después que los soldados se perdieron en la
sombra, ni Gregorio ni Selva podían creer a sus ojos y a sus
oídos: una explosión formidable tuvo lugar en algún punto de la
noche, y los cuerpos militares regresaron hasta la boca del pasaje
por los aires. Fue una visión brusca, apocalíptica: piernas,
troncos, cabezas, manos, quepis, brazos, cinturones, todo venía
volando. Volaban las armas, las bayonetas sonaban
metálicamente contra los cascajos, en medio de la madera
astillada, de los fragmentos de puertas y ventanas, y una nube
colosal de humo y polvo, de piedras y de calaminas. Los dos
observadores cerraron los ojos embargados por una profunda
conmoción. Gregorio deshizo con la mano un nudo que se le
había atado por descuido a la garganta y luego estiró hacia ella
un brazo robusto que temblaba. Apenas pudo articuló:
-Obra maestra, Selva. Me pregunto quién.
Selva reía calladamente, presa de sus nervios enfrentados
a tan ruda prueba. La visión de la muerte no es agradable,
aunque el muerto sea, por una vez, el enemigo. Estimó que era
más fácil tomar con humor los acontecimientos.
-Alguien te está robando el fuego, Gregorio,
El otro guardaba apenas un expectante silencio.
-¿No eras tú el detonante, el mensajero, el iluminado?
Pero Gregorio continuaba espiando impertérrito. Ella
creyó que lo había zaherido, que Gregorio se sentía bruscamente
desplazado de sus deberes y derechos, y ciertamente también, un
poco humillado de que aquella proeza se ejecutara sin su
participación. Considerando que todavía podía aliviar un poco su
desazón naciente, Selva le susurró:
-Convéncete, nuestra gente no necesito de iluminados:
integrémonos a ella. Tal vez el día menos pensado lo puedas
hacer tú también.
(¡Estas mujeres!).
95
*****
Diez minutos después que los hombres de Gregorio -pues
se trataba en verdad de los hombres de Gregorio- abandonaron
el lugar de la explosión, las tropas comenzaron a copar la plaza,
£1 comando tuvo el tiempo justo de recoger el parque y los
fusiles de los soldados muertos y hundirse inmediatamente en las
callejuelas y pasajes. Al pasar, seguido de Selva, Gregorio vio
que un hombre de corta estatura estaba preparando nuevas
cargas, exactamente en el mismo sitio en que sangraban los
cuerpos mutilados, todavía calientes, pero enfriándose ya en la
implacable noche glacial.
-Vayan hasta el fondo- dijo una voz tranquila, la voz del
hombre de la dinamita, -hay que romper un pedazo de muro y
sacar las mujeres y los niños para llevarlos en seguida al abrigo
de los surcos de las calicheras. Esto va a ser un infierno.
Dos cartuchos bastaron para que Llantén abriera un gran
boquete en el muro del oeste. Las mujeres transportaban bultos y
guiaban a los pequeños en perfecto orden. Todos se movían
silenciosos mientras en la plaza estallaban los primeros disparos.
Gregorio examinó los fusiles y luego los distribuyó. Eran diez.
-Sólo los que hayan hecho el Servicio Militar- dijo como
de costumbre. -Cuando les quitemos otras armas podrá
comenzar a disparar el resto.
El hombre enjuto, pequeño, esmirriado, vino a verlo.
Medía un metro cincuenta. Dijo sin que le preguntaran:
-Gregorio, en todos los pasajes y entradas hacia esta parte
del Campamento hemos puesto cargas. No dispares porque
puedes saltar tú también. Hay que dejarlos venir hasta aquí.
-¿Estás usando detonante eléctrico?
-Of course. Hemos tendido cientos de metros de alambre.
No bien se metan en los pasajes los haremos saltar como
96
camarones en la parrilla. Tenemos el sistema de alarma de las
calicheras cuando vamos a hacer volar la costra.
-¿Dónde lo aprendiste?- preguntó Gregorio sin poder
reprimir la curiosidad.
-Se me ocurrió así no más- dijo el hombrecillo, -porque
hace como veinticinco años que cargo los tiros en los mantos de
caliche y escuchándote hablar en el Cementerio me puse a
buscar una forma de ayudarte. Hela aquí. Si me necesitas-
añadió, tendiéndole una mano pequeña y callosa- pégame un
grito ipso facto. Yo soy el "Medio Juan".
*****
Tendidos bajo el pimiento de la plaza, Troncoso y Gaínza
observaban el boquete humeante.
-jQué mordida de anzuelo!- exclamó Gaínza. -¿Viste el
truco que usaron?
-Perfectamente- dijo Troncoso con frialdad: -Tiraron
contra un soldado llamando la atención de Ea guardia hacia la
boca del pasaje de enfrente.
-Justo. Tus hombres corrieron hacia allá y se emboscaron
en la entrada tratando de descubrir algún movimiento.
-Podían haber sido los tuyos- dijo malhumorado.
-El resto vino de cajón: les arrojaron la dinamita amarrada
y con mecha corta. A causa de la tensión no se dieron cuenta.
-Digamos que chocaron con un arma que no conocen-
explicó Troncoso, con levísmo gesto de superioridad. -Es mucho
más potente que una granada lo que les echaron encima.
-Muy bien. Quiere decir que nos están esperando en su
terreno.
-Momento- barbolló Troncoso sujetándolo por un brazo: -
Cabe suponer que esto pueda ser la obra de un solo hombre. Uno
97
se deja engañar porque el explosivo cayó con mucha precisión y
mis vigías entraron en grupo cenado.
-Si fuera así, lo menos arriesgado es cargar por este
mismo
pasaje. Aquí la trampa ya funcionó. Puede haber más hombres y
más cargas esperando en los demás.
Poniéndose de pie, el capitán Troncoso gritó a su
ayudante, el teniente Trapial Miguel Ángel Encalada:
-Manda un piquete y rompe por ese hueco. Entrada en
profundidad, descargas sucesivas y retirada inmediata. El resto-
dijo volviéndose- tenderá una línea de apoyo aquí hasta nueva
orden. Y tú- continuó dirigiéndose a Gaínza -echa a tus machos
por fuera de la muralla para cazar a los que escapen vivos.
Un nuevo piquete de cinco hombres aterrados se arrastró
con lentitud. Estaba todavía muy oscuro. Hacía un frío de perros
y de gatos y un invencible miedo cerval culebreaba a ciencia
cierta por las venas de los soldados. No se oía un ruido ni se
percibía otra cosa que las cinco sinuosas sombras reptando boca
abajo a través de la calzadJlla.
-¡A la carrera! -aulló el capitán -¡Ellos no tienen fusiles!
Los soldaditos se irguieron y corrieron hasta que el negro
boquete se los tragó. Como venían del sur, no estaban
disparando contra sus padres. Pasó medio minuto. Luego vino el
pasmo generalizado, pues esta vez la explosión la escucharon
todos. Había sido más profunda, más al interior de los estrechos
callejones. Espesa columnas de humo acre flotaban en la
oscuridad reverberando a causa de destellos y fulgores que
surgían de la madera ardiendo. E! capitán Troncoso permaneció
mudo, fruncido el ceño, flaccido y acongojado: en media hora
había perdido la mitad de su tropa y la mitad de su armamento
en manos de un enemigo, que, hasta entonces, había considerado
alegremente como un cobarde, pusilánime, ramplón e
irrecuperable rebaño de borregos sórdidos.
98
*****
Más lejos, Gregorio había permitido, sin intervenir, la
salida de los Carabineros. Iban agrupados en un piquete de
quince, con el teniente Bcrtoldo Gainza a la cabeza.
Desparecieron en un recodo espoleando sus cabalgaduras en
dirección de la única puerta de la Oficina. Para llegar a cubrir el
forado recién abierto necesitaban contornear el Cementerio. Esto
representaba diez minutos en plena noche. Gregorio sabía que
cinco uniformados policiales se quedaron en el cuartel montando
guardia. La Tenencia ocupaba acaso más de una manzana. La
puerta principal fue cerrada a machote y apenas los caballos
abandonaron las cuadras, la guardia cerró también la ancha
puerta que permitía el paso desde las caballerizas hasta la calle.
Por lo tanto el mensaje al "Medio Juan" fue lacónico:
-Van quince por fuera. En diez minutos llegarán al
boquete. Páralos ahí porque voy a asaltar el cuartel.
Los planes de Gregorio tendían a la simplicidad.
Acondicionó seis cartuchos en una estrecha caja de madera, a
fin de aumentar su potencia, pues el efecto de la dinamita es
mayor mientras más resistencia encuentra al activarse la
deflagración. Amarró el paquete sólidamente, introdujo una
mecha corta y encendió una cerilla. Lanzó el artefacto desde la
boca del pasaje contra la puerta principal de la Tenencia. Uno de
los guardias, que vio la sombra de Gregorio agitarse al otro lado
de la calle, tiró al bulto desde uno de los ventanales bajos, pero
Chasqui estaba ya en el suelo protegido por los gruesos maderos
que vinieron un día de los bosques del guerrero sur. Sin saber
por qué, estuvo pensando en las tempestades. Recordaba los
vividos relámpagos, Jos truenos cavernosos, la lluvia fría. A
veces, los volcanes rotos por el fuego interior.
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Un inmenso minuto demoró la carga en estallar. Cuando el
humo se disipó, la mitad del frontis del cuartel había emprendido
desgarrante vuelo. Por el grueso boquete penetró el grupo de
Gregorio Chasqui con su idea fija de llegar a la Armería (o
"Santa Bárbara" como se la llama también, utilizando un término
marino). El edificio comenzaba a arder. Saltaron sobre dos
policías destrozados que habían rendido guardia. Los otros, sin
saber a qué atenerse, iniciaron un repliegue hacia las
caballerizas. Los asaltantes encontraron una decena de
carabinas intactas, suficiente parque y varios revólveres de
servicio. La operación fue concluida en cinco minutos. Ya se
sabe que es nuestro primer muerto el que más cuesta: los otros
se suceden ineluctablemente.
El grupo corrió por los pasajes protectores del Barrio
Obrero llevando las armas y las municiones. Cuando Bertoldo
Gainza apareció en la curva que enfilaba sobre el borde de la
muralla posterior, su patrulla recibió una descarga cerrada. Dada
la impericia de los tiradores, las balas tumbaron la mitad de los
caballos, que como blanco eran más voluminosos que los jinetes.
Pero la segunda andanada tocó a los hombres. Se arrastraban
poseídos de pánico, buscando refugio, pues ésta es era de las
leyes de la guerra: cuando el hombre está consciente de que su
causa no es justa, su moral combativa se hace frágil. Sólo un
hombre persuadido de la rectitud de su acción, es un hombre
que no teme las consecuencias de su acción. Los jóvenes
Carabineros de Marusia no sabían exactamente por qué se les
estaba obligando a combatir. A causa de esto, desde el primer
revés corrían aterrados. Y con ellos su jefe. Mientras escapaba
seguido por ocho de sus hombres, maltrechos, en muy malas
condiciones, Gainza oyó la tercera explosión y captó de
inmediato su atroz significado: había llegado la hora de evacuar
el hasta entonces obsequioso y manso Campamento de Marusia.
100
*****
-Compadre "Medio Juan"- dijo Gregorio, -todo depende
ahora de que les ganemos el Polvorín. Lo vuela si es necesario,
pero para alejarlos ya, ponga un letrero que diga: "¡Atención:
minado!" o algo así. Y arme una carga de verdad afuera. Si
llegaran a acercarse, fúndalos no más-. Paseaba angustiado por
la prisa que tomaban los acontecimientos. -Aunque habría que
hacer todo lo posible para que no- dijo también.
*****
-Tienen por lo menos cuarenta y cinco fusiles y carabinas-
informó Gaínza. -A eso hay que sumar toda la dinamita del
Campamento. ¿Cuánta calcula usted que había?- preguntó
dirigiéndose al Administrador.
-No lo sabemos. En los primeros días de este mes llegaron
doce toneladas. Ellas fueron destinadas al Cantón, pero ignoro si
se efectuaron todos los despachos. En cualquier caso, el depósito
general está aquí.
-jA empacar!- gritó el capitán Troncoso con su descrica
sequedad habitual. Volviendo la cara explicaba: -Deberemos
abrimos paso hasta el terminal del ferrocarril. Son veintidós
kilómetros de marcha. Quedamos en las inmediaciones significa
condenamos a una muerte segura.
-Hay que avisar a Iquique- exclamaba el Subadminis-
trador.
El capitán le interrumpió descortésmente:
-Cortaron las líneas del telégrafo y del teléfono. ¿Creyó
usted que iban a esperar?
-Para mí- dijo otro -habría que incendiar la Pulpería.
-Vaya usted mismo con un paquete de cerillas.
101
■
Cundía el desconcierto. Mariana Dic puso suaves dedos
enguantados sobre los labios del capitán y murmuró riendo:
¡Schchtt! Los ángeles guerreros están mordiendo el polvo.
El capitán rió a su vez con risa lustrosa, deslavada, que
traducía bien su malestar.
¿De qué se está riendo?- preguntó Mariana, algo
sorprendida, aunque con una cómica expresión en el rostro.
-De su humor extemporáneo- repuso Troncoso, ahora
muy serio, muy insolente, muy sin respeto tratándose de un
simple subordinado en diálogo con la mujer de su superior: -Me
dan ganas de comerle el cono por bellaca y despistada.
La miraba lamiéndose los labios de tal manera que ella
creyó sentir aquellos carniceros dientes blancos en el mismísimo
punto que el siniestro e incómodo galán acababa de nombrar.
Para zafarse de algún modo sin perder las plumas, advirtió:
-A usted le falta perseverancia, pero cuando los mate a
todos- señaló a su alrededor -quedaremos solos y ya no
tendremos el menor problema.
'
*****
Temprano por la mañana Gregorio confirmó la evacuación
del Campamento por la totalidad las tropas estacionadas allí. No
menos de trescientas personas, muchas de las cuales no estaba
acostumbradas a caminar por el Desierto, se arrastraban ahora
sobre los calcáreos e invisibles caminos de la Pampa. Con el
grupo que huía se hallaban, naturalmente, las mujeres y los hijos
de los jefes, los capataces, los técnicos y los empleados de todas
categorías. Sin comprender exactamente cómo, percibían y
distinguían ahora los amargos blasones del destierro. La tropa
sobreviviente, militar y policial, avanzaba protegiéndose
mutuamente, pues ésa es una prerrogativa más de los incólumes
102
guerreros. Habiéndose enterado, Bakunín plasmó su pensamiento
en dos palabras:
-¿Los agarramos?
-No- dijo finalmente Gregorio, para acabar con la
discusión que esta propuesta había suscitado, -porque corremos
el riesgo de matar gente inútilmente. Los soldados y los
carabineros se están refugiando tras las faldas, lo que demuestra
que con un poco de audacia y su resto de imaginación, están
muy lejos de ser invencibles. Y es natural: generaciones de
soldados chilenos no han peleado nunca contra un enemigo real.
Reprimir al pueblo no es lo mismo que combatir. Un hombre
armado que se defiende es más que un hombre, y ellos acaban
de aprenderlo en el terreno. Pero en nuestro lugar, en este
instante, ellos nos habrían matado a todos. Por desgracia, al
mismo tiempo, saben que nosotros somos humanistas, aunque de
vez en cuando podamos matar también un poco. Es por todo eso
que se están fugando tan tranquilos. Sólo son capaces de atacar
con absoluta ventaja, digamos de diez a uno, de veinte a uno, y
más. No: estamos obligados a dejarlos escapar y por supuesto
den por hecho que volverán.
Sobre las diez de la mañana apareció Domingo Soto, el
presidente del Sindicato. Jadeaba todavía:
-¿Y usted?- preguntó Selva bruscamente.
-Nos liberó el capitán Troncoso.
-¿Sin explicaciones?
Parecía feliz de su aventura.
-Ninguna. Abrió la puerta y nos dijo: "-Están libres."
Nosotros creímos que nos iba a disparar por la espalda, pero él
se dio cuenta y aclaró que no pensaba matamos. "-¿Pero qué
pasa?-" le dije. Me miró y contestó: "-Están progresando. ¿Quién
es el que les enseña a cambiar de métodos?- "-Yo no sé nada,
solamente he oído explosiones y disparos-. -Vaya y mire- me
103
dijo, palmeándome la espalda, -pero recuérdele a los otros que
esta es una guerra y que nosotros no olvidamos-.
Después de reflexionar en silencio, Gregorio observó:
-Es un hombre extraño. Sospecho que algo ha cambiado
en él desde "San Gregorio" acá. A menos que sea una trampa.
-Sabe que me ha dicho: "-¿La lucha de clases es una
guerra de clases?"
-Eso lo sabe todo el mundo.
-Me es difícil comprender cómo él y usted pueden hablar
el mismo lenguaje.
-Leyes del materialismo histórico- dijo Gregorio, sacando
un gran pañuelo a cuadros para estornudar. -Su antagonismo y
mi antagonismo se complementan. Sin su presencia, nuestra
filosofía no tiene sentido. Sin la nuestra, la suya tampoco. No es
necesario hablar dos idiomas distintos, lo importante es que el
sentido que demos a las palabras sea diametralmente opuesto en
un caso como en el otro.
*****
Despojado de sus muertos el campo de batalla,
restaurados vagamente los derrumbes, curada en pragmática
superficie una que otra herida, Marusia, (ambos polos de
Marusia) intentó darse un atisbo de organización y trazar
algunas metas. Comenzó entonces un intenso periodo de debates
que se prolongó por una semana. Se enfrentaron en ellos tres
posiciones claves. Pero en verdad una espada blandía su sombra
funeraria en el espacio resonante de las hirsutas cabezas mineras.
Todo el mundo pensaba en la subida de los regimientos.
¿Cuándo? Un grupo visitaba la Oficina de "Pontevedra" y otros
piquetes se organizaron para copar el resto de los
establecimientos más cercanos. La idea era describir a los otros
■
104
trabajadores tos acontecimientos de Marusia, analizar la
situación actual conjuntamente, prever el desarrollo del conflicto,
y luego, como corolario esencial, proponer una acción común a
fin de evitar la ineluctable matanza' Sin embargo, el mismo
problema de Marusia subsistía en toda la Pampa: los viejos
cuadros del Partido Demócrata, como Domingo Soto, partidos
con estatutos de mediados del siglo XIX, y bogando todavía muy
lejos del ideario político de Luis Emilio Recabarren,
paradojalmente uno de sus Secretarios Generales en un pasado
reciente, sumado a ese anquilosamiento que abotaga los desvanes
de ciertas organizaciones tan a menudo divorciadas de la
historia, barría poco a poco con las últimas ilusiones de Gregorio
Chasqui. El problema radicó en los sindicatos, y los sindicatos
de 1925 estaban en su inmensa mayoría bajo la férula demócrata.
Fue así como algunos sectores mostraron su disposición para
unirse a Marusia y compartir su suerte llegando tan lejos como
fuera posible, en tanto que otros, al conocer la bestialidad de los
fusilamientos sumarios que habían tenido lugar, declinaron la
oportunidad histórica de empuñar las armas. A este cuadro
lóbrego se anadian la lentitud y dificultad de las comunicaciones.
Fue así que, con el regreso de los emisarios, un desaliento
profundo enajenó los espíritus cargados de presentimientos de los
combatientes de Marusia. No obstante, los más animosos
proseguían organizando la autodefensa, planificando las futuras
ofensivas, protegiendo los frentes de trabajo. Pero Gregorio
estaba convencido de que despedían parcamente sus vidas,
aunque de una manera muy particular, como atisbando
furtivamente hacia la Historia, pues sospechaban que su
sacrificio estaba envuelto por un confuso halo de ejemplaridad.
-Es la falta de unidad la que nos está matando- comentó
Selva en un intervalo que tenía sabor a sollozo. -El enemigo es
una sola fuerza y un solo objetivo; nosotros, múltiples fuerzas
que tienen que ver más con intereses de partidos o de sectores,
105
que con un auténtico esfuerzo común para sacudirnos esta
pesadilla militar de encima. Mientras tú y yo discutimos, los
otros toman decisiones separadamente y ni siquiera se consultan
o se informan por cortesía o solidaridad. Te aseguro que en este
mismo momento, el "Medio Juan" tiene minado ya todo el
Campamento, y por su parte, Domingo Soto prepara una
declaración de capitulación a cambio de su célebre diálogo, de su
inconcebible espíritu de negociación. Es un "fenicio", y los
"fenicios" sólo saben negociar.
-Necesitamos un acuerdo mínimo. No somos capaces por
ahora de ganarnos una mayoría relativa de camaradas, porque
están impregnados por esa falsa concepción de la lucha que les
ha inculcado un siglo de sindicalismo aborregado. Si nuestro
comando desarrolla nuevas acciones militares, nos transforma-
remos apenas en un pequeño grupo de desesperados actuando
en nombre de un pueblo que, si no nos rechaza abiertamente,
pues eventualmente lo protegemos y nuestras victorias satisfacen
su apetito de revancha, sin motivar su espíritu de clase, su
voluntad de historia, por otro lado tampoco nos sigue ni nos
apoya con entera generosidad a causa de esta misma falsa
concepción. Es en la imposibilidad práctica de convencer a los
trabajadores de la urgencia de flexibilizar y diversificar sus
métodos donde nos estamos jugando el fracaso. Los han
convencido durante muchos años de poner todos los huevos en
un solo canasto. Por lo tanto, quien propone otros canastos es
sospechado de aventurerismo, aun cuando históricamente los
hechos le estén dando la razón. Pero las lecciones de la historia
no operan en lo inmediato: la historia es una herramienta que
sólo puede ser manejada desde el futuro.
-Lo peor es que nos falta todo. Carecemos de imprenta,
carecemos de una mínima capacidad de movimiento. Además,
ya sabemos que cada vez que el pueblo es aherrojado, mutilado,
acallado, asesinado, violado en sus derechos, se nos llama a
106
nosotros, y somos nosotros los que combatimos en las peores
condiciones para devolverle la libertad, a pesar de la represión
indescriptible que se nos descarga encima. Pero también
sabemos que los pueblos tienen la memoria corta, e incluso, en
tiempos de relativa paz social, cuando creen que no nos
necesitan, nos ponen fuera de la ley, nos asesinan, nos denuncian
como desquiciadores, como enemigos del progreso, sin recordar
para nada que es a causa de nuestra sangre que ellos han
avanzado un paso más.
-Una cosa tengo clara- dijo Gregorio: -Es verdad que
estamos nadando en lo oscuro y que probablemente seremos
aislados de los otros antes de ser masacrados, degollados,
convertidos en cenizas. Pero sea cual fuere el resultado de esta
pelea, deberemos tratar de que otras gentes se enteren a fondo
de la naturaleza de los problemas que tuvimos que enfrentar,
para que cuando llegue nuevamente otra hora parecida, no se
cometan indefinidamente los mismos errores. El precio de
nuestro sacrificio será el carácter de advertencia que le iremos
dando, ¿no crees tú?
Fue quizás la reunión más agitada en toda la historia de
Marusia. Dos mil cuatrocientos ochenta trabajadores, sus
mujeres y sus hijos, evaluaron exhaustivamente la situación, Al
final, el conjunto de ponencias e intervenciones dejaron al
desnudo el problema central, cuya síntesis puede describirse así,
precisando de paso que este problema central estaba en realidad
expresado por tres grandes tendencias:
En primer lugar, aquella encarnada por Domingo Soto,
quien, a nombre del Partido Demócrata y del Sindicato, expuso
su punto de vista, planteando la completa deposición de las
armas y su devolución; la constitución de un comité encargado
de parlamentar con los oficiales que subieran a pacificar la
Oficina, utilizando para ello los buenos oficios y la mediación
del Párroco; el ofrecimiento incondicional de la jefatura de la
107
plaza hasta que las condiciones de normalidad fueran
alcanzadas. Por su parte, a juicio suyo los trabajadores debían
insistir en una cláusula única: la promesa de que ninguna
represalia sería ejercida contra nadie. Los trabajadores
garantizarían el retorno automático a las faenas y el
aplazamiento de las discusiones sobre un nuevo pliego que
satisfaciera los problemas más acuciantes contenidos en el pliego
recientemente rechazado por la Compañía, sin mediar ningún
debate.
-Nuestra estrategia es muy clara- explicó Soto, -pues
ganamos tiempo y de paso eludimos un baño de sangre y la
destrucción de nuestras fuentes de trabajo. Paralelamente
podremos preservar las organizaciones sindicales, único medio
para conseguir un día nuestros objetivos históricos.
En segundo término se situaba la ponencia defendida por
Gregorio Chasqui, quien propiciaba el alzamiento de todos los
Cantones bloqueando, en prímcrísimo lugar, los medios de
suministro de armas pesadas al ejército cuando se apersonara en
la Marusia. Chasqui recomendaba atacar de inmediato todos los
puestos policiales en servicio en las otras Oficinas, pues servían
como caballos de Troya en abierta colusión con los soldados que
subían, al hallarse bien instalados en el interior de los
Campamentos y con un amplio conocimiento de la gente y de las
costumbres de la gente que trabajaba en ellos, Recomendaba a
renglón seguido minar las vías de acceso a la Pampa, desde el
mar, organizar la autodefensa colectiva, asegurar vías de
comunicación con el resto de los Cantones, alertar a los gremios
de Iquique para obtener apoyo resucito de su parte, desarrollar
una campaña de información redactando un impreso en miles de
ejemplares, dirigiéndola tanto a los pampinos como a los
soldados rasos, encaminar toda la acción política a la
nacionalización de las salitreras, aspiración capital que venía
siendo agitada por las masas del Norte Grande desde los tiempos
108
de Balmaceda. Este sería el primer objetivo estratégico a partir
del cual podría desarrollarse el paso a una segunda fase, cuyo eje
se situaba en el plano agrario.
-Ellos pueden, teóricamente, bloquear los puertos desde el
mar- observó Gregorio -tal como cuando derrocaron el gobierno
democráticamente elegido del presidente José Manuel
Balmaceda, pero nosotros podemos bloquear desde tierra todos
los embarques de salitre. Nuestro país no puede resistir una
paralización de las exportaciones de su única fuente de divisas.
Esa es la herramienta que tenemos que manejar política y
militarmente: la amenaza de paralización económica del país. La
subida regular de tropas a la Pampa para interferir en nuestros
conflictos laborales es un efecto: la causa está en otra parte.
Debemos obligarlos a sentarse en la mesa de negociaciones sólo
cuando estemos en posición de fuerza, a fin de encontrar un
acuerdo con el Estado que garantice la calidad y la regularidad
de las exportaciones, y por otra, que explore las medidas y
condiciones para una nacionalización que permita a los
trabajadores participar en la administración de sus fuentes
laborales. Entre dos males, y en absoluta situación de crisis
interna, el Estado escogerá el mal menor. Pero antes intentará
aplastamos militarmente, pues procurará unir al conjunto de las
Fuerzas Armadas, agitando el fantasma de la revolución en las
salitreras. Esto cae de cajón. Es ahí donde nosotros vemos la
coyuntura principal. Si logramos resistir la avalancha militar que
viene, habremos franqueado uno de los obstáculos mayores.
Voluntariamente el imperialismo inglés no nos entregará un
miserable terrón de caliche. Eso no lo ha hecho jamás, en
ninguna época, en ningún rincón del mundo, ningún explotador.
La tercera ponencia procedía del grupo liderado por el
"Medio Juan", y era la más radical de las tres. Sostenía que la
guerra en el Desierto era el suicidio colectivo de los trabajadores,
por lo tanto, recomendaba sin ambages el repliegue con armas y
109
pertrechos hacia las zonas agrarias de la precordillcra de los
Andes.
-Debemos levantar en armas a todos esos poblados y
preparar las condiciones para recibir otros compañeros que se
vayan incorporando- dijo el "Medio Juan". -Para los soldados es
muy difícil alcanzar la Puna, y sobre todo, combatir en ella. Allí
tiene ventaja el que tiene costumbre. Los caballos que recién
llegan, si se los galopa, revientan en sangre. La pólvora no
marcha. Los cañones se trancan. Además, como los araucanos
en el pasado, nosotros estaríamos siempre descansados,
esperándolos, y ellos, en cada operación de ataque tendrían que
cruzar doscientos kilómetros de desierto y subir a buscamos.
Este proyecto- añadió -significa una guerra larga cuyo objetivo
es provocar la quiebra de las empresas salitreras y obligarlas a
abandonar la Pampa. Actuando como un ejército permanente en
las alturas, no permitiremos el funcionamiento de ninguna
Oficina. Podremos infiltrarnos en ellas, sabotear las
instalaciones, convencer a los vacilantes. Pero sobre todo, quiero
que tengan presente que no es el salitre el que debe interesar a
los trabajadores, porque está decayendo, y ya hemos oído que los
alemanes fabrican un salitre sintético más barato que el nuestro.
¿Saben ustedes cuál será el objetivo principal de esta guerra
larga que estamos proponiendo? Impedir que se terminen las
negociaciones en curso destinadas a entregarles las minas de
cobre a los yanquis. El cobre es la riqueza de! siglo XX para
Chile, como lo fue el salitre en el siglo pasado y en el primer
cuarto de este. Operando en las alturas, podríamos cubrir
Tarapacá, Antofagasta y Atacama, esto es, una zona de
ochocientos kilómetros de largo por una media de doscientos de
ancho, sin necesidad de bajar al Desierto sino para incursiones
militares puntuales. Y en esta franja están las minas de cobre de
Chuquicamata, El Salvador y, Potrerillos. Como dice el
110
camarada Chasqui, ahogaríamos económicamente a cualquier
gobierno.
Guacolda Castellanos intervino en nombre de las mujeres.
Manifestó en substancia:
-Esta guerra ya empezó y los militares, ahora mismo,
están subiendo a matar. No hay oficiales patriotas según parece
creer el camarada presidente del Sindicato, y no conversarán
con nosotros. Llegarán aquí como fieras sedientas de sangre,
puesto que viven de la nuestra. Las Fuerzas Armadas no fueron
creadas para defender el país, sino para ocupar el país. Jamás
han comprendido los trabajadores que no son otra cosa que
esclavos, y que a menudo se les obliga a trabajar con bala en
boca. Ante la menor protesta, ante la petición mínima, no es el
patrón el que se mueve, sino el contingente militar. Y esto será
así mientras exista este Partido Militar que hace los trabajos
sucios protegido por leyes y constituciones de las cuales nosotros
no hemos redactado jamás una sola línea. Las discusiones son
inútiles. Lo único que hay que resolver aquí es si peleamos en
Marusia o nos atrincheramos en la Puna.
Pero las apariencias resultaban siempre engañosas. La
posición de Domingo Soto, con ser la más inconsistente, tenía
adeptos, tenía la mayoría de los adeptos, y algunos hombres de
esta mayoría disponían de ascendiente sobre vastos grupos de
trabajadores. Lograron pues hacer aprobar la moción
sindicalista, y acto seguido se formó una comisión para solicitar
al Párroco sus buenos oficios, lo que hizo decir a Guacolda que
el chileno es cómodo y ramplón hasta para asegurar su
sobrevivencia amenazada, y que con gente así no se podrá
contar jamás.
A media tarde, Gregorio y su grupo abandonaron la
reunión sin hacerse notar y recogieron las armas para ocultarlas
en los sótanos del Teatro. También trasladaron allí una buena
cantidad de dinamita y cubrieron los pertrechos y las armas con
111
capas de papel, viejos periódicos, afiches, decorados, cortinajes y
máscaras. El acuerdo era simple: mantener ese refugio en
calidad de secreto hasta conocer con certeza las intenciones
militares, aunque ninguno se hacía la menor ilusión. Si la
agresión se desataba, conservaban una posibilidad de respuesta,
y de todas maneras las armas permanecerían a buen recaudo.
Ni siquiera mediando la intervención del Párroco podrían ser
entregadas. Acordaron ingresar al Teatro sólo en condiciones de
absoluta discreción y se encomendó al "Medio Juan" montar un
sistema de trampas y defensas con dinamita que, eventuatmente,
sirvieran para atrapar y hacer saltar al enemigo en caso de
allanamiento.
-Nos buscarán- previno Gregorio -y podremos combatir
mientras este refugio permanezca desconocido. En buenas
cuentas, nosotros les hicimos veintidós muertos y una decena de
heridos, y eso es mucho más que un teniente.
El "Medio Juan" añadió:
-Que quede constancia: yo expresé mi opinión con toda
claridad. Ahora agrego lo que me callé: pelearemos todo lo que
podamos, pero al final nos van a triturar. Esa es la ley de la
desunión. Solos estamos perdidos. Cuando ellos se vayan no
quedará en Marusia piedra sobre piedra.
-Es urgente que encuentren un refugio para los niños-
recomendaba Bakunín a las dos profesoras, Selva y Guacolda. -
Para ustedes es más fácil circular puesto que son maestras y
deben ocuparse de la escuela. Si los soldados las allanan, estarán
a lo sumo, protegiendo a sus alumnos. No encontrando adultos
con ustedes, lo más probable es que no los pasen a cuchillo.
Acuérdense de "San Gregorio": hay que mantener a los niños
lejos de los adultos.
Selva Saavedra y Guacolda Castellanos encontraron una
insólita escuela: el Polvorín de la Compañía, vaciado de
explosivos por los comandos de Chasqui el día que siguió al
112
éxodo nocturno de los civiles y militares. Era una gruesa
construcción hundida en la costra salitrera hasta el techo. Se
entraba descendiendo por una escalinata labrada en los terrones.
Los muros eran extremadamente gruesos, de betón armado, y la
ausencia de ventanas la hacía interiormente oscura y fresca. Fue
barrida, limpiada y acondicionada. Los propios niños trasladaron
las silletas y los pupitres. También llevaron frazadas, mantas,
agua, elementos combustibles para calentar los alimentos.
Inobjetablemente las cosas no son jamás lo que parecen.
*****
-Estamos absolutamente convencidos de que su opinión
sobre el Ejército es irreal. Jamás van a pactar con usted.
-Ellos defienden los intereses de la Compañía, y si pueden
alcanzar un arreglo sin destruir las instalaciones, pactarán.
Pensando en eso hemos obtenido la mediación del Párroco.
Además, estamos rayando todo el muro de la entrada
principal con consignas. '
-¿Qué clase de consignas?
Soto tendió un papet a Chasqui. Este leyó:
-"¡Soldado: tu padre es un obrero del salitref", y luego,
"-¡Paremos la guerra fratricida!".
Gregorio clavó los ojos en el techo, pensativo. Buscaba
ciertas palabras. Preguntó suavemente:
-Dígame, compañero, ¿usted es marxista-Ieninista?
-No a su manera.
-De acuerdo con el marxismo-leninismo, la consigna
"Paremos la guerra fratricida" equivale a escribir "Paremos la
lucha de clases". No puedo comprenderlo a usted. Nosotros
hablamos de derrocar a la burguesía, no de lamerle los zapatos.
Hablamos de poner el acento en la substitución de las Fuerzas
113
Armadas por otras verdaderamente nacionales y profesionales,
no de pactar con el brazo armado de las clases dominantes.
Necesitamos atraer a los soldados, hijos del pueblo, no a los
oficiales, hijos de la clase media vendidos a la oligarquía.
Organizar un Estado más justo, equitativo y solidario, no
continuar poniéndole fuego verde a un Estado al servicio de una
junta de generales y almirantes, coludidos con empresarios,
terratenientes y agentes internacionales del capitalismo más
salvaje. Por esta causa, usted es incapaz de librar un combate
real y profundo en la dirección en que quiere marchar el pueblo,
y por tal razón, no debe tener responsabilidades sociales en
representación de la clase obrera. Si el movimiento de los
trabajadores se comporta ideológicamente como usted, está
perdido. Cada vez que lo escucho hablar oigo en realidad la voz
del Ejército de Salvación, no la voz de un pueblo que quiere
conquistar la libertad de su futuro, el futuro de su libertad, aun si
ello fuera al precio de su vida.
-Me esmero por evitar un baño de sangre, ése es mi único
deber en la hora presente.
-¿Conoce un solo pueblo en el mundo que se haya liberado
sin sangrar? He ahí su primer error de análisis: la libertad no es
un regalo. Su segundo error consiste en lo siguiente: el baño de
sangre sólo se evita cuando ambos contendientes alinean fuerzas
de poderío similar. Esta es una ley histórica. No puede pensar
seriamente que un montón de desharrapados desnudos y sin
armas pueda imponer condiciones a un ejército regular, armado
hasta los dientes, mediante un simple diálogo. En la mesa de
negociaciones pesarán siempre más las ametralladoras que los
razonamientos.
El Párroco venía con sus flamantes atuendos mediadores
por el centro de la calle principal.
Alguien dijo:
114
-Debimos agarrarlos cuando se fugaban escondidos entre
las faldas de las viejas. No estarían ahora a las puertas de
Marusia como triunfadores.
-No podíamos- repuso Gregorio.
-¡Sí que podíamos! j Arrancaban como conejos!
-Eran treinta carabineros y soldados armados. En tomo de
ellos, casi trescientas mujeres, niños, ancianos, empleaduchos,
jefes, capataces, todos sin armas. Lo pensé varias veces, pero los
únicos que habrían escapado son los que están ahora aquí afuera.
Disponían de caballos. La verdad es que tomaron como rehenes
al personal administrativo de Mamsia, e incluso, a sus propias
familias, para huir y buscar refuerzos.
-Reconoce que fue un error de tu parte- insistió la voz.
-No puedo- confesó Gregorio, -tengo algunas dudas sobre
ese punto.
-Ellos matan sin asco todo lo que se mueve, con o sin
faldas. Matan a los que les combaten y a los que no les hacen
nada. Cuando se trata de pelear son bastante más serios que
nosotros, porque dejan de lado los escrúpulos y las querellas
internas, las cuestiones morales y los preceptos religiosos.
-Nos falta la cultura de la muerte. La clase obrera no ha
matado nunca.
El Párroco continuaba viniendo por la calzada principal
con sus ampulosos vestidos flameando en el viento caliente.
Pronto percibieron con nitidez sus ojos huidizos, su nariz de ave
enlutada.
-El Ejército está a una legua- informó, dirigiéndose sólo al
presidente del Sindicato. -Saldré con un trapo blanco para
llevarles el mensaje de ustedes, si tienen alguno.
Soto entregó una carta sellada al Párroco. El grupo de
Gregorio escupía el suelo con ostentosa indignación. El Párroco
se fue con sus vestiduras flameantes derecho hacia la entrada
del Campamento. Le acompañaban dos miembros de la directiva
115
sindicalista y otros tipos desconocidos hasta entonces. Durante
veinte minutos los miembros del comité de parlamento esperaron
en silencio. Todo el mundo miraba hacia los anchos portalones
de la entrada principal. De repente estallaron numerosos
disparos.
Con severidad, Gregorio semblanteó a Domingo
diciéndole:
-¿Contó los tiros? No veo para qué tanto despliegue de
eficacia. Han convertido al Párroco y a sus acompañantes en
ameros.
Corrieron en busca de refugio, Protegido tras una columna
de madera desportillada, Gregorio miró hacia la torre de la
iglesia. Era una torre vieja, de madera también, terminada en
aguja y cruz. Nunca comprendió por qué el primer disparo de las
cureñas fue dirigido contra ella. Alcanzada por dos explosiones
consecutivas, se repartió en fragmentos ante sus ojos
asombrados. Pedazos de madera y barro cocido cayeron sobre
las callejuelas circundantes, en el mismo momento en que el
fuego cruzado de todas las cureñas silbó removiendo con ardua
vocación destructora el inestable silencio de la Pampa.
-¡Mierda! Otra vez "San Gregorio"- murmuró.
*****
Una vez más, Marusia no fue capaz de intuir el alcance de
los propósitos enemigos. Después de la repulsa nacional que
causó la masacre de "San Gregorio", cuatro años antes, los
trabajadores creían firmemente que las Fuerzas Armadas hablan
encontrado una supuesta vocación de constitucionalidad y de
respeto a las leyes, como por obra y gracia del Espíritu Santo. Es
por esto que la nueva carnicería alcanzó extremos niveles de
eficacia, pues nadie se encontraba todavía oculto o había
116
abandonado los lugares donde se preparaba la bestial masacre.
Salvo una parte de los niños, que fue confinada en el Polvorín de
la Compañía, el resto de la población cayó acribillada sobre las
plazas, las calles y las calzadillas, alcanzada por las esquirlas de
las explosiones, mutilada por las ráfagas, comida por los
incendios, cegada por el polvo y atorada por el legal desmadre de
la pólvora.
Cerca del fin, centenares de obreros, sus mujeres y sus
hijos, marcharon enarbolando paños blancos hacia las tropas que
cercaban et recinto, y en patético signo de valor, abrieron sus
camisas y enseñaron sus pechos desnudos, pero fueron
diezmados sin decir agua va. Años después, un obrero
sobreviviente narró el horror a los cineastas alemanes
Heynowsky y Heinemann, que lo filmaron. Tres horas duró el
primer infierno (pues ellos tienen siempre una enorme reserva de
inflemos). Como corolario natural de la humillación, entre los
escombros, tras las últimas ventanas de pie, junto al dindel vacio
de las puertas desdentadas, los vivos y los muertos escucharon
en medio del repulsivo silencio que corona las alevosías
sanguinarias del hombre, un isócrono rumor: era el caracoleo de
los cascos del caballo montado por el capitán Gilberto Troncoso,
a quien las damas del Barrio Inglés apodaban "El ángel
exterminador", y las viejas del pueblo, "La Hiena de San
Gregorio".
*****
£1 mando conjunto de las tropas fue concentrado en las
manos del coronel Pablo Schultz, perteneciente a la segunda
generación de "oficiales prusianos" formada por Emilio Korner.
Este último, canalla superlativo, hizo rápida escuela en Chile.
Contratado por el presidente José Manuel Balmaceda -quien le
conmutó los piojos por galones de coronel en 1890-, Korner se
117
abocó a la preparación de un moderno ejército para Chile por
encargo del Mandatario, pero, una vez alcanzado el primer
objetivo, se alió a los ingleses y a los detentores del capital,
fueran ellos extranjeros o nacionales, participó en la guerra civil
de 1891, contribuyó al derrocamiento del presidente y lo empujó
al suicidio. Tratándose de una operación de gran envergadura
como la proyectada contra la Oficina Salitrera Marusia, los
oficiales criollos, excepto Troncoso, que era un eximio alumno,
fueron substituidos por la flor y nata del "prusiarüsmo"
castrense.
Mientras el capitán Troncoso efectuaba un reconocimiento
del Barrio Inglés para instalar en él el puesto de comando, los
efectivos navales y militares acordonaron la Oficina. El
comandante Schultz rió de buena gana cuando leyó las consignas
pintadas en los muros exteriores:
"¡Soldado: tu padre es un obrero del salitre!"
■
O bien:
"[Paremos la guerra fratricida!"
Dijo que eran los mejores chistes alemanes que había leído
en su vida.
-¿Qué es eso de "guerra" y "fratricida"?- espetó al teniente
Weber: -Para que exista un estado de guerra tiene que haber dos
bandos sobre las armas y aquí sólo veo uno. Y por añadidura,
una guerra fratricida se desarrolla entre hermanos, y yo no me
siento en absoluto hermano de estos macacos.
*****
118
Las heridas del viejo Teatro habían sido compara-
tivamente leves en relación con los impactos que habían
convertido en escombros el Barrio Obrero. Gregorio y el "Medio
Juan" se refugiaron en las profundidades del sótano cuando
comenzó el cañoneo. Ocultaron las armas en proceso de engrase
y retomaron al exterior procurando calcular los efectos del
ataque. Entre lluvias de balas, explosiones, montones de
escombros, gritos, aullidos, sollozos, silencios, nada, arrastraron
poco a poco a los heridos acomodándolos en la oquedad de los
pasajes. Mas tarde, cuando decreció el carnaval militar, los
trasladaron en fugitivas caravanas, ayudados por los
sobrevivientes, hasta el recinto de la Escuela, ubicada lejos del
Barrio Inglés y lejos del Barrio Obrero. Gregorio contuvo un
espasmo de pavor cuando clavó los ojos en la desventurada
hilera de cuerpos heridos, tirados en renglera sobre el suelo
desnudo, salmodiando sus roncos estertores, macilentos,
indefensos y desarmados.
-Igual que en "San Gregorio"- murmuró la media voz del
"Medio Juan".
-Vamonos- dijo -que nosotros tenemos todavía mucho por
hacer.
Pusieron una cruz roja pintada en la puerta, bien visible, y
se empezaron a ir. Más de doscientos compañeros quedaban allí,
incluida Guacolda Castellanos, en ese hospital improvisado, muy
chamuscado también por las explosiones de la cólera y la
pólvora. ,
-Que Dios los perdone- dijo una vieja voz de mujer.
El "Medio Juan" iba a trasponer la puerta. Se volvió para
replicar:
-Sólo se perdona a los que no saben lo que hacen.
Afuera, como no había pintura, trazó con sangre otra cruz
roja, más grande, más patética, pero probablemente igual de
inútil.
119
*****
En el sótano, entre las arañas, los otros miembros del
comando aguardaban inmóviles, evitando los ruidos, a que la
noche cayera amiga como siempre. Se esforzaban por descansar
tanto como posible y apartaban las hormigas de sus cabezas
rememorando cada uno lo suyo: quien su manzana, su arroyuelo,
quien su racimo, su escopeta, quien su peno, su ratón, su
mariposa, quien el desvencijado huerto prohibido o las
desvencijadas muchachas en los desaparecidos patios
vecindarios de la infancia y de la adolescencia. Este rememorar
era acribillado constantemente por gritos, órdenes lejanas,
taconazos de patrullas, imprecaciones. De vez en cuando,
disparos aislados, y en ocasiones, ráfagas. Pero en general
Marusia había entrado en una brusca fase de tranquilidad, por lo
menos nocturna. Todavía más tarde escucharon carcajadas
distantes ahogando sórdidos sollozos de mujer, sobre los que caía
después el alcahuete aleteo del silencio. Entonces, ellos, que
revenían a la hora presente, evitaban mirarse a los ojos o
formular el menor comentario, pues comprendían lo que estaba
ocurriendo en el Barrio Inglés con las prisioneras.
-Han comenzado a beber- dijo Bakunín.
-Luego irán sobre el Hospital.
-No puede ser que otra vez vayan sobre el Hospital.
Parece una historia maldita por lo repetida.
-Te garantizo que irán. Beben porque saben que allí tienen
un trabajo que cumplir.
-¿Y si lo saben por qué están bebiendo?
-El hombre es una hiena, pero siempre preferirá matar con
la conciencia cerrada.
-No creo que lo hagan.
-No creo que no lo hagan.
120
Las carcajadas se habían extinguido de repente. Gregorio
enderezó los hombros y escuchó con atención lo que ese silencio
tenia que decirle.
-Lo conozco. Conozco este silencio. Viene siempre delante
de la muerte.
Justo después estalló lejos, detrás de la plaza, una voz que
les recordó vagamente la trompeta del juicio final . Alguien
hablaba, y lo hacía utilizando una bocina para ayudarse:
-j Orden del comandante de la plaza!- gritó la voz: -Deben
entregarse todos los subversivos ocultos en Marusia o sus
alrededores. Si dentro de una hora no aparecen, será dinamitada
la Escuela.
-Ahí lo tienen- musitó Gregorio: -El cerdo uniformado
recordó.
Resoplaron ofuscados
-Ya no necesitan exponer las tropas. Guardan en su poder
más rehenes de los necesarios.
Un verdadero silencio ahora, abrió la puerta trampa del
techo, descendió la oxidada escalerilla de caracol, y se instaló
campeando en mitad del grupo.
-El problema no es ése- precisó Selva rompiéndolo -el
problema es saber si nos entregamos o no.
La puerta trampa se abrió de nuevo y descendió otro
silencio, y luego otro y otro. Pronto hubo más silencios que
hombres. Finalmente alguien dijo:
-Muramos peleando no más, porque de todos modos nos
van a hacer mierda. Y porque alguien tiene que empezar la pelea
en este país para terminar de una vez por todas con las cabronas
discusiones.
Levantaron los ojos hacia la puerta trampa por si seguían
bajando más silencios pero lo que retumbó fue la voz del "Medio
Juan":
.
121
-Okay changos- dijo con su doble media fuerza -entonces
todos estamos de acuerdo en que la pelea sigue hasta el último
cartucho.
*****
Los heridos escucharon poco a poco la llegada de los
dinamiteros. Algunos podían levantar su interés, otros no, débiles
y semiconscientes. Guacolda Castellanos, por ejemplo, que era
delgada y dulce, estaba más delgada y más dulce con la mitad de
su sangre. Pequeña como un pájaro y morena como una cereza
madura, temía no darse cuenta exacta de lo que estaba
sucediendo. Rodó sobre las piernas de los heridos próximos y
consiguió arrastrarse hacia la distante puerta de la sala. Tan
lejana y ya sin sangre para acercarse a ella y poder comprender.
En el exterior brotaban discusiones, órdenes, gemidos, golpes.
Una voz de mujer cazada por la desesperación gritaba:
-¡Los milicos van a volar la Escuela si no se entregan esos
condenados!
Guacolda Castellanos y los otros comprendieron
perfectamente. Siguió su terca marcha arrastrándose boca abajo.
Oía los golpes y las imprecaciones y sabía que era a causa de las
mujeres, las hijas, los familiares de los heridos, que trataban de
proteger la Escueta. En un comienzo, los soldados parecían
apartarlas a empujones, pero luego utilizaron las culatas de sus
armas.
Los moribundos miraban con expresión ausente a
Guacolda, que reptaba por el centro de una doble hilera de pies
cuyos dedos apuntaban al techo. Miraban tal vez sin
comprender, porque ellos también se estaban quedando con la
mitad de su sangre.
Los aullidos, chillidos, gritos y golpes se habían hecho
estremecedores. Era como si la histeria hubiera desatado todos
122
sus cordajes. Un viejo antiquísimo movió la cabeza para que
Guacoida Castellanos descifrara el oculto sonido de sus labios:
-Encendieron las mechas- musitó, con una antiquísima
sonrisa también, que vino a colgarse de su cara cruzada por
redes de arrugas profundas como el sufrimiento.
-¿Es cierto?
-Es cierto, No pudieron quebrarlos. Los changos van a
seguir peleando .
El pálido rostro oscuro de Guacoida Castellanos se
iluminó entonces como una fruta oscura y reluciente.
-Si no siguieran, este país sería inhabitable- dijo.
-Yo siento cómo el fuego avanza sobre la mecha- avisó el
viejo -y también siento que no es la escuela la que va a reventar,
sino algo mucho más alto y más lejano.
-¿Algo como qué?
-Estimo que ellos van a volarnos el miedo. Cuando no
tengamos más miedo, ni una sola cuña se atreverán a meternos.
Es por amilanados que nos han estado dominando tanto tiempo.
Un chico tostado, magro, barnizado con su sangre, oyó
estas palabras y sonrió apacible.
Guacoida no quiso contenerse:
-¡Qué grande!- gritaba -¡Van a seguir!
Y eso fue todo.
Segundos después desaparecieron en el vasto hueco
caliente del cielo del Desierto de Tarapacá, para siempre sin
miedo, mezclados con las partículas sabias de lo que fue la
Escuela de Marusia, que una vez tuvo en su puerta una cruz
torcida y pintada con sangre.
*****
123
El médico se llamó Leandro Salado. Camino de la Casa
del Directorio, escuchó la explosión de la escuela-hospital, se
paró en mitad de la calzadilla, bebió un largo sorbo de whisky,
guardó la botella en su maletín profesional, y prosiguió
caminando. Debajo del polvo blanco que curtía los ramajes, los
pimientos estaban probablemente verdes, pero ¿1 tenia la cabeza
en otra parte.
Saltó de dos en dos tas gradas que llevaban a la puerta de
la Casa del Directorio y penetró en la sala de espera. Fue
recibido en el acto. Dijo:
-Señores: mi presencia es inútil en una guerra donde no
hay heridos. Pido la cancelación de mis honorarios atrasados y
mi desahucio del hospitalillo de la Oficina Salitrera Marusia.
El Subadministrador general tosió.
-No estoy autorizado para despedir a nadie ni dejar salir a
nadie del Campamento. Usted está obligado bajo juramento a
cumplir con su deber.
-Mi deber ha cesado con la dinamita, y los cañones han
despedazado mi juramento, caballeros. Puede que mi deber esté
en otro sitio más pacifico y más necesitado que éste. Porque
finalmente se trata de mi deber y solamente yo puedo saber cuál
es.
-¿Ha estado usted bebiendo?- La pregunta procedía de los
labios sibilinos del capitán Gilberto Troncoso.
-Una sola copa entre dos botellas- le contestaron -porque
sólo bebo lo que pago. Pero ni siquiera ebrio he matado a nadie.
El comandante Pablo Schultz pronunció entonces una
frase memorable:
-Desclasadus habcmus- dijo.
El médico se volvió.
-Comandante, en mi larga vida he visto ya ojos peores que
los suyos, y he visto morir tanta gente, bajo tantas circunstancias
124
•
distintas, que usted sentiría una profunda envidia si pudiera
contar todos aquellos cuerpos.
Un silencio pasó al galope. Lento.
-Se ve, doctor Salado, que no comulga con nosotros.
¿Pretende pasarse al enemigo?
-No me daría el cuerpo para pasarme a tantos enemigos
como los que usted tiene, comandante. Sólo pretendo cobrar mi
salario pendiente e irme a Iquique.
-¿Cómo?
-Caminando.
-¿Toda esa limera de kilómetros?
-Con cuatro litros de whisky, dos de agua y un mojón de
queso, voy y vuelvo. No se ocupe de mí.
-Perfecto- aprobó Schultz. -Sus honorarios serán pagados
en especie-. Miró al Subadministrador, que escuchaba con oído
subalterno: -Déle exactamente lo que pide y hágale firmar su
hoja de cancelación.
Los pimientos seguían blancos cuando el médico Leandro
Salado abandonó las oficinas administrativas. Se apoyó en uno
de ellos para sacar una piedra de su zapato derecho y prosiguió
marchando. Cruzó las calles de Marusia, y luego las calzadillas
por el costado del Barrio Obrero, a pleno sol. Su maletín
profesional estaba atiborrado y ello se veia. Iba silbando como
un pájaro en una región sin pájaros, rojo como una naranja en un
país sin frutos, que es el Desierto. Todo el mundo lo vio pasar.
Salió al exterior del recinto por la puerta principal del
Campamento y se perdió entre los altos terrones -como casas-
por la reventada corteza de la Pampa.
Poco menos de una hora más tarde, el capitán Troncoso
hizo un signo al teniente Gaínza.
-Coge tu caballo- dijo en voz baja -y vete a dar un tonto
paseo solitario. Para evitar riesgos puedes salir por el boquete
que hemos abierto en este lado del Muro del Oeste. Bájatelo sin
125
asco y regresa, no sea que el ejemplo de este matasanos haga
cundir las deserciones. Además, el tipo puede convertirse un día
en testigo molesto. Se debe eliminar a los intelectuales como a
la peste bubónica o a la mala hierba. ¿Me comprendes?
-No te preocupes- dijo Gaínza. Hizo una curiosa pausa. -
Hubiera preferido retarlo a duelo- admitió -pero ya sé que me
dirás que la guerra es la guerra.
Salió cabalgando del Campamento. Dos horas más tarde
regresó su caballo, solo y atemorizado, con babas en los belfos y
cascos nerviosos. El célebre capitán Troncoso palideció. No
estaba seguro de haber comprendido bien, pero la evidencia
tocaba a sus narices una y otra vez: Gaínza estaba bien muerto.
Nadie sabría nunca dónde. Y sólo él podría decir cuándo murió y
por mano de quién.
*****
En el Barrio Obrero la presencia del médico Leandro
Salado causó estupor. Apareció de repente, vestido de levita, con
sombrero alto, cuello duro, corbata flotante y su maletín
profesional. No bien la extraña nueva llegó a sus oídos, Gregorio
Chasqui salió a encontrarlo.
-¿Viene por los heridos, doctor?
El médico rió. Alzó en vilo su botella y sorbió despacio.
-En parte, en parte, si puedo ser útil. Porque "Desclasadus
Habemus", como dice Schultz, el ruñan intrínseco. ¿Cómo te
llamas?
-Gregorio. Gregorio Chasqui.
-¿Y aquél otro?
-"Medio Juan".
-En realidad vengo a ver cómo la querida chusma hace la
guerra a la canalla dorada- dijo. -Salud y plata.
Gregorio pestañeó deslumhrado.
126
-Usted está herido, doctor. Permítame ayudarle.
El módico, ofendido, lo empujó por el hombro.
-¿Qué te imaginas?- gritó. -Esta sangre no es mía.
Aprende a distinguir los glóbulos rojos que tiene un hombre
honrado. Además apesta- agregó. -Deja que me quite la camisa
para no envenenarme.
•
*****
La respuesta a la voladura de la escuela-hospital se
produjo esa misma noche. Unos trescientos soldados fueron
enviados al interior de la iglesia para escapar del frió, dejando en
el exterior pequeños piquetes de guardia que debían patrullar las
calles adyacentes y, eventual mente, las manzanas vecinas. La
iglesia se hallaba en cierto modo aislada. Era una construcción
baja, de madera, cuya parte alta había estado constituida por un
frontispicio de barro, piedra, cañas y una torre. La torre fue
derrumbada a cañonazos, pero en general, el resto del edificio se
conservaba en buen estado y podía servir perfectamente de
refugio a los militares, ya que sus fieles, tan a menudo
abandonados por su Creador, yacían muertos en las calles
momificándose al frío y al calor, pues los cuerpos en la Pampa
no se descomponen. O huían aterrados en la gélida noche,
levantándose y cayendo sobre los crueles terrones de la sal.
Tras la voladura del hospital improvisado en la Escuela y
la consecuente masacre inmisericorde de los heridos, el "Medio
Juan" comenzó a trabajar ayudado por un equipo en los sótanos
del Teatro. Empleando trozos de lienzo y cuerdas delgadas,
pusieron a punto una decena de zurrones cuya utilización
resultaba muy simple: se trataba de arrojar con los zurrones
cuatro o seis cartuchos de dinamita firmemente atados en
paquete. Mientras más largo era el par de cuerdas del zurrón,
127
más lejos volaba la paloma mortal. En suma, era la variante
pampina del célebre zurrón de David. El "Medio Juan" lo sabía,
y cantaba por eso mismo una copla del norte que comenzaba
diciendo:
"No hay Goliath sin su David
Ni David sin Bethsabé
Ni Bethsabé sin zurrón
Ni zurrón sin ellos tres".
Había enroscada en los muros una noche cabronamente
helada. Sobre los pocos techos de Marusia todavía en servicio
activo, brillaba ahora una chueca luna piojosa a medio camino
de la creciente, garrapateando sombras insomnes e incitando
perspectivas feroces. Como después de las lluvias de 1911
pensaron todos. Salvo los sollozos que provenían del costado de
la Escuela -esto es, del cráter que marcaba el lugar en que
estuvo-, reinaba en su apogeo el escuálido, el resistente silencio
del Desierto. Un viento delgado cabalgaba por las calzadillas,
callado también, como si fuera un viento muerto. Tal, el
panorana.
El comando de doce sombras abandonó el Teatro por la
puerta de hierro que sirvió en la época de fasto para evacuar la
basura. La puerta daba a un pasaje muy estrecho y negro y no
era visible desde la plaza. Tres de los hombres se acercaron a la
iglesia por el interior del derruido Barrio Obrero, empleando
para ocultarse los muros agujereados, los fragmentos de paredes
y puertas, las ventanas maltrechas, la seccionada ciudadela
entera. Pronto treparon a algunos techos que resistían y
prepararon un ataque que prometía pagar bien. Otros dos
comandos de tres hombres cada uno, dirigidos por el "Medio
Juan" y Bakunín Frías, ejecutaron un rodeo muy extenso para
atacar desde el lado opuesto, El plan consistía en cubrir de
128
dinamita la techumbre de la iglesia, usando los zurrones, que
tenían un alcance de cincuenta metros, sin problemas de puntería
y sin riesgo cierto de contrataque fulminante por parte de las
ateridas patrullas de soldaditos muertos de sueño, que
dormitaban a la sombra de las paredes de litúrgica madera. Sólo
había que encender las mechas a cubierto y, sin mostrarse en
exceso, disparar las cargas tanto a) techo como al pie de los
muros. Se calculaba que, pese al golpe de las cargas cayendo y
rodando en la calamina, la reacción de los soldados dormidos
tardaría en concretarse por lo menos dos o tres minutos, lo que
permitía ejecutar el plan completo. Había también cargas
previstas para el pórtico de acceso, por donde forzosamente
tenia que escapar la mayoría de los infortunados durmientes.
El operativo sobrepasó con creces las expectativas. Más
de diez paquetes habían sido colocados ya en los sitios previstos
y nadie reaccionaba. Nadie lo hÍ2o, en verdad, hasta que
comenzaron las explosiones en cadena. £1 techo cayó
incendiándose como un diluvio de chispas zaherido en múltiples
sectores. Una granada lanzó por los aires a los integrantes de la
patrulla que custodiaba el pórtico. El resto buscaba refugio como
podía trastabillando en la penumbra lechosa a causa de la luna
que ahora lo anegaba todo. En diez minutos el incendio arrasó
con los lugares. Desde el único pimiento de la plaza -ahí donde
fueron fusilados cuatro anónimos pampinos por ta pura
prepotencia del chacal Troncoso-, Gregorio Chasqui y su
comando abrieron fuego graneado contra los que huían
traspasados de frío, de sueño y de miedo. Como acontece
siempre, a causa de que la tierra es redonda, el miedo de todos
los otros muertos vino a juntarse con el miedo de los vivos, y este
miedo era ahora el mayor bagaje que transportaban. Treinta y
seis soldados muertos y setenta y cuatro heridos fiíe el saldo de
la acción. El comando no registró ninguna pérdida.
.
129
Hubo dos comentarios muy parcos sobre este resultado.
Chasqui bramó:
-Y todavía dicen que los picasa) somos cobardes y no
sabemos pelear.
£1 coronel Schultz, en otra parte, estaba diciendo:
-Queda claro que por el momento no se puede dormir a
pierna suelta en Marusia.
*****
-¿Dónde buscar? ¿A quién buscar?
La pregunta la formulaba precisamente e) coronel Pablo
Schultz a su Estado Mayor, reunido en Ja Casa del Directorio.
-Salvo en el ataque a la iglesia se han comportado hasta
ahora como borregos- prosiguió -pero no podemos ametrallar
indiscriminadamente a todos los sobrevivientes, porque son
demasiados, hay mujeres, hay niños, y viven fuera del recinto, en
descampado.
-¿Cuánto tiempo tenemos, comandante?.
-Todo el tiempo necesario. Aquí no hay periodistas, y
mientras yo viva, no entrará ninguno. Resolveremos los
problemas de la Pampa de una vez por todas.
La opinión del capitán Gilberto Troncoso fue expresada
con absoluta limpidez:
-Propongo una limpieza a fondo, calle por calle, casa por
casa. Para hacerlo es indispensable reanudar las faenas, dejar
salir a los hombres a sus frentes de trabajo. Ninguna mujer,
ningún niño, ningún perro abandonará Marusia ni sus
alrededores. Llámenlos nuestros rehenes. Y mientras no sea
denunciado el comando instigador, fusilaremos diariamente en
público un número de sospechosos a determinar, seleccionán-
dolos a ojo de buen cubero.
130
-¿Dónde quiere llegar con todo eso, se puede saber?
-A la captura de un grupo que si se nos escapa puede un
día revolucionar todo el Norte Grande.
-Explique lo que entiende por grupo- dijo Schultz: -
Cuántos son, qué hacen, dónde quieren ir.
-Es curioso- murmuró el exterminador, pensativo y vago -
pero dispongo de referencias tan ambiguas que por lo pronto no
voy a precisar nada. Supongo que se trata de un piquete de la
Federación Anarquista que quiere disputar la conducción de los
trabajadores a tos viejos cuadros sindicales del Partido
Demócrata.
-Su lenguaje es muy preciso, capitán. Se le ve en su
elemento.
•Mis elementos- corrigió Troncoso tras una burlesca
inclinación de cabeza: -Soy una especie de catedrático en el
combate contra los cuadros subversivos.
*****
El teniente Weber inició los allanamientos temprano al día
siguiente. Venia de un regimiento de Térmico y pensaba casarse
en el curso de la primavera próxima. No sabía nada de la Pampa
y ésta era su primera designación allí. Para esquivar las
emboscadas, prefirió suprimir toda excursión nocturna, de modo
que comenzó a operar en pleno día. Diez hombres fueron
conducidos atados y encadenados, hasta el Muro del Norte,
aquel que miraba en dirección de las pétreas sombras
rectangulares del Cementerio, acosado ahora por una
incontrolable explosión demográfica. Desde allí podía ver (as
cuadrillas de soldados conduciendo las carretas repletas de
muertos, y las otras cuadrillas, que cavaban enormes fosas
comunes. Ignoraban que los muertos no se pudren en la Pampa y
131
que se Íes puede arrojar en cualquier parte sin necesidad de
enterrarlos.
El teniente Rolf Wcbcr se permitió una licencia: ordenó a
las mujeres que estuvieran casadas con algún condenado,
presenciar el fusilamiento. Ellas recibieron un plazo de media
hora para apersonarse. Por una atávica mecánica acomodaron
sobre sus desamparadas cabezas el negro velo funerario de
innúmeras culturas terrestres. Un mantón funerario también
sobre sus espaldas encorvadas. Trotaron aindiadamente -en fila
india-, los rostros contra el suelo, hacia las gigantescas puertas
de Marusia, que traspusieron para seguir trotando hasta el lugar
del crimen, Iban todas calladitas, agachadas, menudas, amarillos
los rostros, doloridos los pechos, como sólo si sobre sus propias
conciencias recayera aquella sangre amada. Cuando vieron a sus
hombres erguidos y solemnes, hirsutos, despeinados, casi
desdeñosos, moviendo los pies para que sonaran los hierros, sin
una sola sombra de temor en tas caras curtidas por la vida torpe,
el resorte natural del llanto se quebró y algunas aflojaron
lágrimas pequeñas y sollozos cortados, considerando tal vez que
para esa forma de horrenda existencia subhumana que era la
suya, la expresión pública del dolor debía ser también un acto
vergonzoso, reprochable y clandestino.
El teniente Rolf Weber gritó entonces una frase que
retumbaría todos los días, a cualquiera hora, en ese mismo lugar
y en idénticas circunstancias:
-¡Tienen un minuto para hablar!
El minuto transcurrió con la impasibilidad de un siglo. El
viento sopló los débiles sollozos alejándolos, movió sus
vestiduras negras. La espera fue cortada por el gallardo
relámpago del sable bajando desde su orgullo de acero hasta su
orgullo de acero. Tres descargas se hicieron necesarias para
matarlos por completo.
132
-Son huevones duros- reconoció Weber, mientras
enfundaba con meticulosa urbanidad el pálido fulgor de su acero
imperdonable.
*****
Esa noche hubo otros dieciséis muertos. Un comando se
filtró hasta la plaza presidida por el único pimiento, testigo de su
tiempo, iniciando un ataque combinado con el grupo del "Medio
Juan", maestro en el arte del sabotaje, Dos hombres bastaron
para incendiar la Planta Granuladora, con mil cuatrocientas
toneladas de concentrado, provocando un largo incendio.
Gregorio y sus hombres bloquearon por más de media hora la
plaza, intentando atraer piquetes hacia los pasajes minados, pero
los soldaditos se limitaban a responder al fuego sin contratacar, a
sabiendas de lo que les esperaba allá en lo oscuro.
*****
■
Gregorio Chasqui decidió cumplir durante el día las
instrucciones de los militares: ordenó a todos los miembros de los
comandos que concurrieran normalmente a sus trabajos
respectivos.
-Es una forma de durar un poco más- explicó. -Cuando se
sepa lo que pasa aquí, tendría que desatarse una huelga general,
y ya saben ustedes que una huelga general es la sola cosa que
podría aliviar la presión sobre nosotros en Marusia. Hay que
enviar enmaradas para convencer las Oficinas de "Pontevedra" y
"La Coruña".
Fue a causa de esta decisión que los hombres del comando
-los sobrevivientes- formaron también en la plaza, junto a los
pampinos que habían regresado al trabajo, el 23 de marzo de
133
1925, para escuchar el famoso Bando Militar Número Once, que
les fue comunicado de este modo:
"-Los trabajadores que abandonen el Campamento de
Marusia- leyó el mayor Bruno Hoffcr -serán considerados como
desertores. Publicaremos una lista con sus nombres para que
puedan ser ejecutados sumariamente dondequiera que se les
encuentre. Además sus familiares recibirán sanciones. No habrá
turnos de noche. Todo el mundo debe recogerse a sus viviendas
entre las 21 horas y las seis de la mañana. Será fusilado en el
acto quien transite durante el toque de queda y no lleve consigo
una justificación especial y formal, firmada por el jefe de la
plaza. Este estado especial se prolongará hasta que los
responsables de los delitos, cuya nómina detallará el teniente
Rolf Wcber, se entreguen, para ser puestos a disposición de las
autoridades militares.
Con voz monótona, el teniente Rolf Weber leyó:
"-Asesinato del señor ingeniero Herbert Tatcher.
Asesinato de dieciséis policías de servicio, con ataque a la
Tenencia de Carabineros de Marusia, hurto de material militar y
destrucción parcial del edificio. Asesinato de quince soldados de
la República empleando dinamita. Asesinato y heridas a noventa
soldados de la República, con destrucción total de la iglesia de
Marusia. Asesinato con armas de fuego de trece soldados de la
República de guardia en esta plaza. Sabotaje a las líneas
telefónicas, telegráficas, vías férreas, incendio de la Planta
Granuladora, robo de explosivos, robo de armamento militar,
constitución de asociaciones clandestinas destinadas a subvertir
el orden público, daños económicos múltiples a la sociedad y a la
propiedad privada, y daño económico y moral al país entero.
El mayor Bruno Hoffer añadió:
"-El señor comandante de la plaza de Marusia, coronel
Pablo Schultz, me encomienda leer el siguiente mensaje personal:
"A los trabajadores de la Oficina Salitrera Marusia:
134
"Estoy convencido que sólo un grupo de individuos
intrínsecamente perversos es responsable de esta ola de
crímenes. Cada trabajador, cada familiar, cada hijo de
trabajador, tiene el deber patriótico y moral de dar a conocer sus
nombres a esta comandancia en jefe. Sólo cuando yo lo quiera
cesarán las medidas de excepción. Los señores subversivos se
encontrarán con la horma de su zapato: aquí el único subversivo
soy yo. En Marusia no se mueve una hoja sin que yo lo sepa. A
muchos de ustedes parece encantarles la palabra dictadura, y
piensan en extranjerizantes dictaduras del proletariado. Yo les
voy a mostrar otra forma de mandar la sociedad: la dictablanda,
o democracia totalitaria.
"Eso es todo, señores".
Hoffer plegó las páginas que estaba leyendo y miró la
vasta audiencia silenciosa. Los hombres no movían un músculo
de sus rostros, pero nadie hubiera podido jurar lo mismo con
respecto a los arrogantes músculos de su rabia secular.
*****
Desde lo alto de la Torre de Control de Tráfico, Gregorio
Chasqui contemplaba ese mismo día, por la tarde,
melancólicamente, las maniobras de los trabajadores que
reparaban las vías férreas. "Destruímos la noche, construímos el
día", pensó inevitablemente, y era como si hubiera comprendido
que tejían y destejían. Por todas las calzadillas, silenciosos
grupos de trabajadores caminaban hacia los frentes de trabajo o
volvían de ellos. El despliegue militar que vigilaba estas acciones
era considerable. Una sensación de inminente normalidad lo
invadió. De repente, su corazón tuvo un sobresalto a causa de un
súbito camino tomado por su pensar:
135
-¿Quién nos denunciará?- murmuró, -¿Cuántos días me
quedan de vida?
Críspulo Llantén parlamentaba con un grupo de soldados
al pie de la Torre. Fue autorizado a subir.
-Cuatro se están yendo para "Pontevedra" y "La Coruña",
Gregorio.
-¿Solteros?
-Pero no vírgenes. Propondrán la organización de un
contracerco a Marusia. La idea es comenzar a sacar las mujeres
y los niños en los carros calicheras una vez que las vias sean
reparadas. Selva tendrá que ocuparse del embarque organizando
la partida desde el Polvorín. La línea pasa a cincuenta metros.
-Correcto, ¿Para dónde se van?
-Se van para la Oficina "Recabarren". Ya salieron hacia
allá ocho compañeros. Todos los grupos tendrán que hacer la
marcha a pie. Pediremos la protección de los compañeros de
"Pontevedra" para nuestros niños.
-Hay que mantener secreto ese Campamento.
-Seguro.
•¿Qué se hizo el presidente del Sindicato?
-Desapareció. Yo creo que rajó a "Pontevedra" o "La
Coruña", o más lejos quizás, a "Argentina" o "Galicia". No lo
sabe nadie. En todo caso, por alguna de esas Oficinas anda. Si es
así...
-...no hay ninguna posibilidad de auxilio que venga de
ellas- completó Gregorio. -Se encargará de contar una historia a
su medida. Pero no creo que delate- comentó pensativo. -En
todo caso, nosotros estaremos siempre separados, por si uno cae,
para que los otros puedan seguir. Estoy casi seguro que antes de
mayo habrá huelga- afirmó golpeando su mesa de trabajo. Tiene
que haber huelga. ¿Tú crees que resistiremos un mes?
-Te contesto en un mes,
-¿Pero qué piensas tú?
136
-Me saco el gorro ante los camaradas, incluso aquellos
que no piensan como nosotros ciento por ciento. Tú sabes que a
pesar de los fusilamientos, de las torturas, de las violaciones, de
las orgías de sangre que se están mandando, nadie ha dicho
todavía una palabra.
Gregorio volvió a golpear la mesa con el puño, invadido
por un rudo sentimiento de impotencia:
-¡Qué mierda- suspiró con rabia -no saber escribir para
contarlo!
*****
-¡Diez es poco- gritó el capitán Troncoso -cójanme veinte!
Y una hora después, veinte obreros ceñudos, veinte ácidos
caucheros venidos de distintas regiones de América Latina, con
las manos atadas y las caras vueltas contra el Muro del Norte,
esperaban tranquilos su ración de ignominia por la espalda.
El capitán Troncoso desenvainó el sable, concedió el
minuto de rigor, y antes de bajarlo, percibió una reacción
extraña. Hasta ese momento las mujeres invitadas al fusilamiento
de sus hombres no habían emitido el menor murmullo, pero
apenas hubo formulado la propuesta, escuchó algo enteramente
insólito: un cacareo. Era tenue al comienzo, y después iba
creciendo. Su brazo quedó trabado antes del vuelo, anegado de
parálisis en lo alto del gesto. Desde el fondo de los pechos
esmirriados, desde la augusta concavidad donde se retuerce el
dolor humano, de la desesperación, de la impotencia, surgía
aquel cacareo horrible de aves malditas, incapaces ahora de
llorar, secos los ojos, agotado el pantano, el manantial, la semilla
del llanto, el palpitar de los sollozos. El abotonado homicida
miró y por primera vez sintió en sus venas corrompidas un
pequeño latido minúsculo e informal. Las mujeres parecían más
pequeñitas que nunca, más negras que nunca bajo sus vestiduras,
137
movidas por el viento de la Pampa como lentos crespones
nocturnos, como ráfagas de noche, cor. sus grandes y
desamparados ojos abiertos, mirando rectamente a los ojos del
dolor que no se expresa más. Y cacareaban estremeciendo los
hombros, los vientres agostados, los senos flaccidos, las torcidas
pantorríllas, mirándolo a él, mirando su sable carnívoro, mirando
su rostro, ese rostro insondable, enmascarado por una extraña y
bestial hermosura, la hermosura de los ahitos. Eran ojos negros
también los que lo semblanteaban, pero grandes, pero
desorbitados, pero carboníferos, destacando como agujeros en
las caras flacas sombreadas por secos pelos negros o canos.
Detrás de ellas, encima de ellas, crepitaba desotante un silencio
sin techo, una ausencia de vida tan intrincada que la escena
repercutió en su memoria, y pensó fugazmente que la práctica de
la muerte, su eficacia para condecorar con muerte los pechos
humillados, su destreza para exterminar seres humanos atados
como bestias, encadenados, comenzaba a habitar su imaginación
con una forma de delirio tremendo. Y ellas no paraban de
cacarear. Los fusileros -veintiuno- permanecían en posición de
tiro mirando a Troncoso con el rabillo del ojo, cuatro de pie, tres
con la rodilla en tierra. Más lejos, otros cuatro de pie y otros tres
con la rodilla en tierra. Y más lejos todavía, tres con la rodilla en
tierra y cuatro de pie. Una sola carabina estaba cargada con
balas de fogueo: las otras, con balas de guerra.
Cuando descendió el sable, el cacareo cesó
instantáneamente. Cayeron los hombres después de chocar
sacando astillas de los ladrillos ocres, empujados por los
desmesurados proyectiles (eran balas de carabina), Acto seguido,
los jóvenes fusileros se alzaron, se alinearon y se cuadraron ante
el jefe.
-¡A discreción!- ordenó Troncoso.
Volvió hacia las mujeres un rostro nuevo, aliviado, una
tierna máscara envolvente, una mirada azul, una sonrisa cuajada
138
de luminosa alegría, de buenas acciones, de deberes cumplidos.
Ellas estaban aplaudiendo ahora, muy excitadas, y cacareaban
redoblando el volumen y ei peso de su cacareo hasta que toda la
tarde del Desierto se cubrió con un crujido de gallinas humanas
que olvidaron llorar, un cacareo que se descascaraba en nombre
de todos los huesos calcinados, de los ojos tumefactos, de los
pechos hundidos, perforados, rotos, de las cortadas manos, en
nombre de razas enteras aplastadas por coágulos de sangre y
escarnio, grandes como témpanos rojos. Un cacareo que
preludiaba el sonido exacto con que tas manos destrozadas
procederían a alzarse y matar, matar, matar, buscando a tientas,
en mitad de la cruenta estulticia de la historia, y entre todos los
días, el más día de todos.
*****
-Di: ¿quién eres hoy?
-¿Hoy? Tu compañera.
Es casi medianoche. Un único perro amnésico -ha
olvidado ei frío y la hora-, distante, seguramente sin uniforme,
taladra con sus ladridos la negrura del cielo de Marusia.
-Siento que somos como un país- murmura la ronca voz de
Gregorio, -un país lleno de sueños, de árboles, de venas, de
besos, de ciudades.
-Eso somos- dice Selva -un país que se defiende con amor.
La mano de Gregorio solaza el duro pezón moreno y
breve, la boca de Gregorio bebe directamente de su púa de
greda. La mano de Selva escarba como un hurón en los matojos
renegridos del pelo. Las piernas hambrientas se enroscan como
raíces ciegas. Las bocas se agreden repitiendo desde antiguo el
fragor de su voracidad inenarrable.
Mas tarde, Selva se acurruca bajo el brazo seguro y
protector, y respira pensativa, aquietándose.
139
-Hoy te has vaciado en sangre- musita a media voz, casi
dormida: -He sentido que me inundaste en sangre, y que tu
sangre querida se filtró hasta mi mismísimo corazón-. Y después
de un silencio: -¿No será que te vas a morir, Gregorio Chasqui?-.
*****
A las cinco de la tarde (hora de Lorca), corrieron a
avisarle al "Medio Juan" que los soldados estaban allanando el
Barrio Obrero, mientras la mayoría de los hombres se
encontraba en los frentes de trabajo. El "Medio Juan" desocupó
su casa de su media mujer y de sus medios hijos, y también pidió
en voz alta que se fuera todo el mundo de las casas vecinas a la
suya. Luego cogió sus amados cartuchos de dinamita y los metió
en la cintura, haciendo con ellos un círculo que le empezaba en el
vientre y le terminaba en el vientre. Ocho cartuchos metió.
Encima puso una camisa suelta y se sentó a la mesa para beber
tranquilamente su botella de vino. La finalizó y destapó otra. En
su mano derecha conservaba el cuchillo con el que despuntaba
las guias. Mascaba a dos carrillos y descargaba un vaso de su
peso, cuando golpearon la puerta. No golpearon: patearon la
puerta.
-¡Come here!- gritó el comensal.
-La puerta se abrió de golpe. Divisó en la claridad de la
calleja -pues estaba sentado justo enfrente- las siluetas de varios
soldaditos que le apuntaban a través del dintel.
-Sale con las manos en alto- dijo uno.
-Pasa- repuso el "Medio Juan" -como ves estoy haciendo
la mañana.
Entraron. Sin dejar de apuntarle, miraron cautelosos
alrededor hasta asegurarse que el hombre almorzaba solo.
Aparecieron otros. Luego otros. El "Medio Juan" estaba
140
perdiendo la cuenta, pero sabia que en la calle había todavía
más.
-¿Tienes orden de allanamiento?
-¿Qué mierda pasa?- gritó con rabia una voz desde la
calle.
-Que vengo de mi trabajo y estoy comiendo- respondió el
"Medio Juan".
Por la puerta asomó el rostro del teniente Rolf Weber.
-Ven acá- dijo.
-Como quieras. Estoy a tu disposición.
-Y no me tutees.
-Tú tampoco.
Levantándose con parsimonia, bebió un nuevo vaso de
vino, cogió su cuchillo y se abalanzó contra el oficial. El teniente
parecía esperar el ataque, pues había visto sin duda el cuchillo
sobre la mesa, de modo que levantó su arma de reglamento y
disparó fríamente, varias veces, contra el cuerpo del "Medio
Juan". Una bala dio en el verdadero blanco. Las explosiones
fueron sucesivas y crecientes. Cuando disipó la humareda, la
casucha, el "Medio Juan", los soldados, tres arbustos de escasa
altura que vivían en la calle, la mitad de cada una de las
casuchas de los costados, y las mallas de alambre que cubrían
las ventanas de toda la cuadra, habían desaparecido. Como una
simple curiosidad, se dijo que los primeros que llegaron al lugar,
comprobaron que un brazo del teniente Rolf Weber apareció
incrustado en las rejillas de la ventana de la casa de enfrente. El
brazo que había disparado.
De boca en boca corrió la historia del cinturón de dinamita
del "Medio Juan". El resultado inmediato fue que se acabaron los
fusilamientos súmanos, porque los soldados se negaban a entrar
a las casas y era imposible ir a buscar quinteados a los frentes:
allí un puñado de militares inexpertos no podía nada contra
centenares de trabajadores. Había surgido un arma que no
141
podían contrarrestar. El teniente Troncoso espero e) regreso
cansado de los trabajadores que volvían en desorden. Capturó
cien y los hizo conducir al Muro del Norte, ese mismo día, no ya
para fusilarlos, sino para ametrallarlos en mitad del crepúsculo,
sin mayor explicación, para vengar, como es natural, la muerte
del teniente Weber. Alguien, un soldado, un anónimo espectador,
tal vez, fotografió la escena. Esas fotos se conservaban en
íquique aún a fines de 1973. Las miré largamente cuando me las
mostraron. Veía hombres cayendo de costado, hacia atrás, hacia
adelante, hombres caídos, hombres de pie. Todos estaban
alineados contra los ladrillos, de espaldas a la boca de las
ametralladoras. Estas se hallaban emplazadas así: tres, del tipo
de tambor", dispuestas en fila horizontal, regaban de plomo
sistemáticamente el horizonte de carne que tenían ante sí. A la
derecha, uniformado (con el uniforme de oficial de la República),
estaba el capitán Gilberto Troncoso, de perfil, contemplando el
delirante espectáculo. Pero en su rostro no había la menor
expresión, sino un vago aire profesional, de conocedor, de
entendido en la materia. Sobre la foto no pude percibir ninguna
mujer, pues se hallaban probablemente a espaldas de las piezas
de artillería. Tampoco pude oír el menor cacareo.
*****
Remigio Albornoz regresó de "Pontevedra 11 .
-No habrá huelga ni insurrección, Gregorio.
-¡Mierda!
-Sólo discuten una huelga para más adelante. Quieren que
se desate en todos los Cantones del "Alto de San Antonio".
-No tienen infraestructura para hacerla.
142
-Se los dije. Pero piensan que podrían extenderla a todas
las Oficinas de Tarapacá, y con suerte, propagarla sobre
Antofagasta.
-La suerte no existe, Remigio.
-Yo sé. Pero ellos no han comprendido lo que significa la
organización de las cosas, las acciones coyunturales, los
movimientos de solidaridad. Creen que hay alguien que vela por
nosotros.
-Las tropas arrasarán con todo.
-¿Y qué hacemos, Gregorio?
-Por el momento hemos perdido. No nos queda más
remedio que salir a atacarlos. La rendición es la muerte, tú lo
sabes, ¿no?
-Claro, Gregorio, eso yo lo sé también.
*****
Pese a las amenazas, muchos trabajadores escaparon por
el Desierto y se incorporaron a las faenas de otras empresas.
Una buena mayoría, sin embargo, y para su desgracia, se dirigió
a "Felisa", "Santa Lucía", "Pontevedra", "Argentina", "Galicia",
"Fedra", "Santa Laura", y sobre todo -ay de ellos- a "La
Coruña". Porque menos de dos meses más tarde, y a causa de
que la efervescencia en la Pampa era enorme, las tropas
atacaron "La Coruña" el 5 de junio de 1925, asesinando
centenares de trabajadores y llevando quinientos prisioneros a
Iquique, para torturarlos en el Velódromo antes de expulsarlos
de las salitreras.
Selva Saavedra preparó la evacuación de las mujeres y los
niños apenas restablecieron el tráfico por la pequeña trocha
ferroviaria que trasladaba el caliche desde los Frentes hasta el
Molino. En realidad, la operación parecía simple: las madres
143
conducían sus hijos hasta el Polvorín, que había sido autorizado
como escuela provisoria, y en lugar de retornar a sus hogares,
aguardaban el paso de los pequeños vagones de tolva. Al
comienzo, llevaban piquetes de soldados. Más tarde, tomando en
cuenta que aquellas vías férreas no conducían a ninguna parte,
pues morían a una decena de kilómetros del Campamento, se
limitaron a controlar desde los costados de las vías la partida de
los convoyes. No obstante, tras la primera curva, ésto detenían
su marcha y en cinco o diez minutos podían acurruca r en el
fondo de las polvorientas tolvas una centena de pequeños
pasajeros. La distancia que cubrían los rieles era más que
suficiente para romper el cerco.
Con los sobrevivientes que prefirieron quedarse se preparó
el ataque. Un ataque "kamikase". Cincuenta y seis hombres
tomaron parte en él. Gregorio dio orden de lanzarse directamente
contra el mando militar, es decir, la antigua Casa del Directorio,
Los combatientes llevaban armas largas arrebatadas al enemigo.
Además, ataron a sus cinturas una bolsa con cartuchos de
dinamita. Las bolsas estaban pintadas de rojo y tenían un
objetivo especial: arrojadas con los zurrones hasta las líneas
enemigas (muy próximas en una reducida extensión como la de
Mamsia), los tiradores de Gregorio, en lugar de apuntar sobre
los soldados, tiraban contra las bolsas, muy visibles a plena luz
del día. Planteado así el ataque, y sorprendidos otra vez los
soldados por un invento bélico para el cual no estaban
preparados, debieron replegarse.
El comandante Schultz, con la proverbial sabiduría
guerrera de su raza, dijo fríamente:
-Mayor Hoftcr: dé orden de abandonar esta casa y dirija
todo el fuego de la artillería contra la misma cuando ellos
penetren aquí. No necesitamos gastar hombres: tienen poco
parque.
7
Acto seguido, la oficialidad se retiró abriendo un forado en
el muro y reorganizando su cuartel general a cierta distancia de
la Oficina. Así dejaban hacer la guerra a soldados y
trabajadores.
Gregorio comprendió la estratagema un poco tarde, y
cuando ordenó el retiro, sus hombres estaban diezmados. Vio
caer a su lado a Crispulo Llantén, mientras iniciaba el repliegue
y un temporal de explosiones sacudía el paisaje. Gritó a Bakunín
Frías:
-¡Sepárense! ¡Vayanse a las otras Oficinas! ¡Yo los
demoro en el Teatro! ¡Salva todo lo que puedas!
Se despidieron con un breve gesto y huyeron en distintas
direcciones. Otros hacían lo propio buscando el modo de
abandonar el Campamento. Para hacerse visible, Gregorio
Chasqui corrió por el centro de la plaza. Una bala le atravesó el
muslo izquierdo cerca del pimiento. Rengueando entró en el
Teatro de Marusia por la puerta principal.
£1 capitán Troncoso seguía tas escaramuzas con sus
prismáticos. Cuando divisó a Gregorio que corría solo, rió bajito.
-Helo aquí- dijo en seguida, satisfecho.
*****
Los sucesivos encuentros de los soldados con la dinamita
habían obligado a los oficiales a desarrollar ciertas técnicas para
aminorar sus mortíferos efectos. La dinamita, como sabemos,
puede hacerse estallar utilizando cápsulas detonantes, llamadas
tuses. Pero puede explotar también por medio de la llama, la
chispa, la fricción o un choque violento, incluido el que produce
un impacto de bala o un casco de metralla. Por lo demás, el calor
aumenta la sensibilidad de la dinamita. Sin embargo, si se parte
un cartucho por la mitad, y se allega un fósforo encendido a la
145
materia gelatinosa, ni se enciende ni explota, pues necesita estar
sometida a cierta presión. Por tales razones, al disponer
excepcionalmente los trabajadores de grandes cantidades de
explosivos, todo el Campamento de Marusia produjo en aquellos
días la impresión de una gigantesca bomba próxima a estallar.
El capitán Troncoso supuso que, si el hombre había huido
hacia el viejo edificio del Teatro con el fin de encontrar refugio a
vista y paciencia de sus prismáticos, era simplemente para volar,
por lo menos, una patrulla más. Y lo neutralizó de una manera
molestamente simple, impidiéndole que se llevara otros soldados
consigo.
Primero cercó el Teatro. Luego envió una decena de
hombres al Polvorín c hizo traer a todos los niños que todavía
esperaban ser evacuados por Selva. Una veintena. Selva
Saavedra pidió ser llevada con ellos.
-Yo que usted no me metería- previno amablemente un
suboficial -esto ya se acabó.
-Son mis alumnos. Supongo que no van a fusilar a los
chicos.
La hilera de infantes desharrapados y de militares con
vigilantes armas entró al Campamento en larga columna.
Furtivos ojos tamizados de angustia los miraban pasar. Era una
tarde llena de sol. Las estaciones encontraban su equilibrio ritual
y el sol y el frío se turnaban una vez más para condensar la vida
y organizar la muerte. No volvería tal vez a llover en mucho
tiempo, y como todos lo saben, la lluvia es para el Desierto de
Tarapacá sinónimo de muerte, pues derrumba los poblados y
suspende los trabajos de extracción del salitre. Llovía una vez
cada veinte, cada treinta, cada cuarenta años. Desde 1911 la
lluvia había desertado de Marusia y de toda la Pampa hasta
1925, Y la que siguió a la de 1925 tuvo lugar en 1989. Pero
ahora había llovido, Agua y sangre.
146
El patético grupo cruzó la plaza al trote. Los niños tenían
un aire tenazmente austero, muy serios y muy concentrados.
Pero no mostraban el menor temor. Ni el fantasma de un
reproche o de una pregunta. Selva lo advirtió y se repitió que, a
causa de ellos, no todo parecía estar perdido para siempre.
El capitán vio venir a Selva Saavedra y experimentó otro
tipo de turbación: desde su segunda llegada a Marusia no había
tenido tiempo de encontrar una mujer. Y además, qué mujer.
Selva lo encaró fríamente.
-¿Para qué quiere los niños, capitán?
-Para sacar a uno de los cabecillas de allí- dijo el capitán,
mostrando hacia el Teatro con una mano enguantada.
-No lo comprendo.
-No hace falta. El tiene dinamita. Si lanzo un piquete para
capturarlo se hará volar con él. Como conozco vuestros métodos,
prefiero que vayan los niños con mis hombres.
Selva sintió que el útero le llegaba hasta la boca.
-¿Es ésta su guerra, capitán?
-Esta- dijo Troncoso suavemente. -Hasta aquí ustedes se
habían impuesto con imaginación. Ahora combatiremos nosotros
también en ese terreno.
-¿Ustedes? ¿Por qué me incluye?
-Porque vive aquí. Todos los habitantes de Marusia son
mis enemigos, contando a los niños y a usted.
-Cuando sea uno de esos generales decrépitos, de aquellos
que chorrean babas y orinan en sus pantalones, algunos de estos
niños enemigos suyos estarán ya en condiciones de echar abajo
toda la estructura de una organización social inmunda, que sólo
puede mantenerse viva con transfusiones de sangre.
-Ni usted ni yo lo veremos, señora. ¡Llévalos adentro! -
gritó al suboficial, mostrando a los niños que, sucios de polvo y
algo pálidos, esperaban.
Selva volvió a la carga.
147
-Déjeme ver quién está allí y qué es lo que pretende.
Se dirigió sin esperar respuesta hasta la entrada del
Teatro agregando: -No haga nada hasta que yo salga.
Troncoso tuvo un acceso de cólera.
-No haré nada durante quince minutos- previno. -Usted
puede quedarse a vivir allí si quiere.
Dos soldados siguieron a la joven manteniéndose a corta
distancia. Ella describió un largo y lento rodeo para ganar
tiempo, oteando en los cuartos oscuros, descendiendo escaleras,
apartando apolillados cortinajes, espiando en los vanos de las
ventanas ciegas, tosiendo a causa de la sequedad del polvo que
levantaba vuelo agitado por sus movimientos. Cuando
comprendió que no tenía más remedio, descubrió casualmente la
trampa sellada que daba acceso al sótano. Primero arrodillada y
luego de bruces, golpeó con los nudillos repletos de miedo, pues,
aunque no sabia a ciencia cierta quién estaba abajo, su corazón
nombraba el único nombre amado con un miedo cerval.
-¿Quién está ahi?- preguntó.
No hubo respuesta.
-Me han traído congos niños. Están todos aquí conmigo.
Quienquiera que seas entrégate. Ya no hay nada que hacer.
Los soldados escuchaban inmóviles.
-Que no toquen a nadie- dijo de repente, profunda, abajo,
la voz de Gregorio Chasqui. -Voy subiendo.
Una suave ceniza suavemente violeta violó la suavidad y
morenez de Selva. Se puso de pie. Desempolvó sus ropas. Miró
hacia el cielo alto, indiferente e invisible. Murmuró;
-Espero que esto te pese en la conciencia durante muchos
siglos porque finalmente te vas a quedar solo.
*****
-
148
Tras el impacto brutal de los primeros horrorosos dolores,
de los primeros huesos fracturados, de los primeros dientes
derribados a patadas, de la botella introducida en el culo, de la
ruptura de los tímpanos, del naufragio de la cabeza empujada
hasta el fondo de un cubo henchido de mierda, de las uñas
arrancadas una a una, uña a uña, cierta violenta paz acude al
cuerpo. Es un mecanismo natural de defensa. El cerebro atina a
bloquear casi todos los puentes por donde puede filtrarse el río
del dolor. Es, sin embargo, un reposo apócrifo, obturado de
sudor, la vieja, la siniestra dulzura de los torturados que
concentran brevemente en sus cuerpos la insania desbridada, el
sufrimiento colosal del mundo.
Las manos de Gregorio Chasqui fueron clavadas a una
pared, ambas manos juntas por encima de la cabeza, y los pies
tocando tierra apenas. Fue entonces que el tiempo se abotonó
en su propio pecho temporal, se declaró parado. Entre ráfagas
deslumbrantes de sangre y tercas ceremonias de resolana, divisó
a ratos las siluetas de las pequeñas mujeres de Marusia, sentadas
en un altillo, vestidas de negro, mudas, mirándolo. A su vez, el
cuerpo de oficiales contempló el cuerpo de Gregorio toda la
mañana. Venía en peregrinación. Fue Gilberto Troncóse quien
condujo a Mariana Die (recién llegada con su esposo, y para
quienes fue preparado el banquete visual). No pudo ella faltar al
espectáculo, pues los hombres no están capacitados todavía para
resistir a la fascinación del valor. De todos modos, era extraño,
alucinante y folklórico, diría después. Vio asimismo, en breves
retazos de lucidez, múltiples soldados arreando a múltiples
trabajadores. Los sobrevivientes. Era imprescindible que
contemplaran a Gregorio, y guardaran en la conciencia el sabor
duro de los escarmientos generales simbolizados por esta
deshecha individualidad colgada ahí a pleno sol, preludio de un
potente castigo colectivo. Escuchó los disparos y las carcajadas
y escrutó ceñudo el paisaje amarillo, chorreado de luz, cuajado
149
de polvo, donde siluetas lejanas, imposibles de identificar, abrían
una fosa y, tras los disparos, dibujaban patéticas volteretas en el
aire para caer veloces y precisas, en el mismísimo agujero
terrestre cavado con el trabajo de sus propias manos.
El capitán Gilberto Troncoso, vencedor de la jornada, vino
a verlo por la tarde de nuevo. No sentía ni frío, ni calor, ni odio,
ni piedad, ni indiferencia, ni remordimiento.
-¿Cómo te trata la muerte?- preguntó jovial.
Gregorio mordió el silencio que se le enredaba con la
espuma dentro de la boca.
-Ya ves, Chasqui, que todo ha sido inútil. De todas
maneras, separémonos cortésmente, como buenos enemigos.
Chócala.
Le estiro la mano con mucha seriedad. Gregorio sintió que
hasta los clavos le maceraban la rabia. A través de los vahos de
una fría neblina que caía con la tarde, fue contemplado.
Troncoso escudriñó el torturado cuerpo duro y ese único oscuro
ojo que interminablemente lo miraba desde una insondable
maldición.
-¿No crees que todo ha sido inútil?
-Por el momento- masculló el deshecho, con las
mandíbulas trabadas.
Creta poder contar una a una las gotas de sangre que
resbalaban por sus piernas, pero ya no sentía la menor presencia
física de la botella. Era como si la botella no existiera, no
existieran las roncas, las rencorosas esquirlas de vidrio. Oía
apenas. Al mover la lengua tropezaba con los pedazos de sus
dientes. En admirable esfuerzo alzaba a duras penas el párpado
derecho. El izquierdo estaba en mejores condiciones. Le dijeron
eso: este ojo quedará sano para que veas todo hasta el final. Con
ese ojo estaba mirando. Y un poco con el otro.
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(-Me estoy muriendo- pensó.) Muy despacio recordó la voz
de Selva apretada contra su oreja: "-¿No será que te vas a
morir?-".
•Nuestra misión no sólo es prepararnos para hacer la
guerra, sino para ganarla- dijo el capitán encendiendo un
cigarrillo y arrojando el humo contra la cara destruida. -Basta
que nos derroten una sola vez y nos extinguiremos. En tales
condiciones, sobran pocas alternativas: ganamos y matamos por
nuestra sobrevivencia.
Caminó paseando lentamente frente a Gregorio, con el
torso un poco inclinado, dictando su cátedra.
-Tú, Chasqui, has equivocado el camino: se me ocurre que
habrías sido un excelente soldado, tal vez un suboficial de lujo.
(Jamás un oficial, porque tu apellido no te lo permite). Pero te
dio por escoger el oficio de perro, y ahí estás ahora, colgado y
apaleado. Qué manera sórdida de perder tu vida, qué falta de
ambiciones, qué ganas de querer arrastrarte todo el tiempo, en
vez de volar un poco.
Gregorio proseguía mirándolo sin parpadear.
(-Me estoy muriendo- pensaba). Y recordó: "-Eso somos"-
dice Selva: "-Un país que se defiende con amor". ("-¿Dónde
estás? Lámeme la boca: tengo sed, tengo tanta sed-.)
-¿Por qué te callas?- preguntó el capitán afablemente: -Si
quieres conversemos. Yo no te he golpeado ni con el pétalo de
una roca. Hay otros que hacen esa clase de trabajo y que vienen
de tus filas.
Acercándose, examinó el rostro de Gregorio con fingida
atención, y le previno solícitamente:
-Tienes un pequeño magullón en la mejilla. Cuando llegues
a casa, díle a tu mujer que ponga ahí un esparadrapo.
Entonces sobrevino algo raro, algo extemporáneo, fuera de
lugar, insólito y lúgubre: lo que quedaba de Gregorio Chasqui
bostezó. Así, con absoluta simpleza: un gran bostezo indiferente.
151
El capitán parpadeó desconfiado.
•Me ha entrado una duda- confesó de repente en voz baja.
-¿Cuál?
-Una duda sobre el resultado final.
-No hay resultado final- estertoró Gregorio, somnoliento -
el resultado se está moviendo siempre, cambia de campo una y
otra vez.
Troncoso enderezó el busto. Miró hacia Marusia, lanzó
una ojeada sobre el rojo horizonte del fondo, miró las últimas
briznas de sol coaguladas sobre las cimas de la Cordillera de los
Andes, hacia Sibaya y Cueva Negra, contempló los últimos
soldados que marchaban desapareciendo entre las dunas, y
masculló:
-Debo despedirme de ti. Algunos de tus rufianes se dirigen
ahora mismo hacia "La Coraría" para organizar un
levantamiento en esa Oficina. Pues bien, si así lo estiman
conveniente, iremos allá y les aplicaremos la misma medicina
que a Marusia. Total, yo tengo tiempo. Lo que me sorprende es
que mientras más matamos, más hay.
-Asi es- dijo Gregorio.
-¿Y no comprenderán nunca que serán siempre más débiles
aunque sumen tantos?
Echando afuera el postrer aliento, la voz de Gregorio
articuló todavía:
-Es que una idea sin armas es más débil que un arma sin
ideas, por eso ganan ustedes hasta ahora. Pero ya nos estamos
dando cuenta- barbotó con un ligero rictus de burla impreso en la
extensa herida del rostro.
Y juntó sin trabajo su único ojo abierto.
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152
Los últimos trabajadores que esperaban la muerte cavando
sus fosas escucharon también estas palabras. Las mujeres
escucharon asimismo marchando hacia la gran puerta de
Mariisia. Los niños las oyeron claramente. Todos pudieron ver el
cuerpo de Gregorio Chasqui saltando azotado por un vendaval de
plomo. (Eran balas de guerra). Vieron que Marusia empezaba a
arder por los cuatro costados, que los cañones levantaban su
intensidad y su estruendo pulverizando las casas todavía en pie y
atosigando el aire con innúmeras astillas que ahora se
impregnaban de una extraña neblina. Escucharon las voces de
mando, los sollozos de las mujeres. Contemplaron el silencio que
se sentó a mirar las ruinas humeantes del campo de batalla, con
las calladas manos cruzadas sobre las calladas rodillas.
Selva Saavedra encabezaba el cortejo. Su alta silueta,
ciertamente fúnebre, precedía las fúnebres siluetas de los niños
de Marusia, recortadas contra el gastado, el cansado color de un
crepúsculo interminable y sin fuerzas. En un distante altozano se
paró y volvió la cabeza para mirar atrás: divisó el cuerpo muerto
de Gregorio: su peso exhausto había roto la carne y los
cartílagos, las manos amadas abandonaron sobre la madera los
clavos enemigos y se crucificaron en el suelo inhóspito, desde
donde venía el pan mas duro de toda la tierra. Después de
mucho caer terminó ovillándose en la costra salina como en un
áspero y seguro útero materno, el descanso anhelado, el reposo
perfecto y sin término.
("-No puedo acunarte ahora, amor- pensó -le encargo tu
sueño a la tierra de salitre, yo tengo que sobrevivirte, si no tu
sacrificio habrá sido tan enteramente inútil. Pero para contarte,
para dejar tu historia hasta siempre imborrable, te juro con la
mano sobre este corazón completamente tuyo, que aprenderé a
escribir, aprenderé a escribir, aprenderé a escribir.)"
Y al final, cada uno partió a completar su misma vida
titubeante: los militares a sus batallas y botellas, los perseguidos
153
a su clandestinidad, los trabajadores a sus pocilgas, los exiliados
a su memoria, las viudas a su desamparo, las casadas a su temor
infiel, los niños a sus preguntas, los perros a sus tachos de
basura, los curas a sus sacristías, las banderas a sus mástiles, el
viento a sus desiertos, la luz a su oscuridad, la oscuridad a su
luz, los muertos a su sosegada indiferencia y a su metódico
olvido.
Y Marusia a su inagotable memoria subterránea.
La Habana, Cuba, 1974
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Este libro,
tercero de la Colección
BIBLIOTECA PARA TODOS
de la Editorial
PLUMA Y PINCEL
se terminó de imprimir
eí 30 de Junio de 1993
en los talleres de STAR S.A,
en Santiago de
Chile